En recuerdo y homenaje a Fernando Aínsa, traigo a este blog su prólogo a mi poematio "Pasajero de otoño" (Huerga & Fierro 2018).
Siempre en la memoria.
Pasajero
de otoño,
una
invitación a un viaje sin retorno
La
vida es lo que hacemos de ella. Los viajes son los viajeros.
Lo
que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos.
FERNANDO
PESSOA
Homo
viator por
excelencia, trotamundos tras las notas musicales de
óperas
a las que asiste en los mejores escenarios europeos —Viena, Milán,
París,
Madrid,
Barcelona— Miguel Ángel Yusta emprende en Pasajero
de Otoño
un
periplo bajo la advocación del “último viaje” de Antonio
Machado cuando
anunció
“me encontraréis a bordo ligero de equipaje, casi desnudo, como
los
hijos
de la mar”. Pero si el viaje de Machado era para abordar “la nave
que
nunca
ha de tornar”, el de Yusta es sabiendo —con José Saramago— que
“el
viaje
no termina jamás”, ya que “sólo los viajeros terminan”. Lo
hace invocando
una
voz, “pasajera del tiempo que arrasa los paisajes”.
Precedido
de un breve preludio en el que anuncia que “nunca jamás querré
viajar
a Ítaca” y de un poema —“El viaje”— donde sabe como
Wilhelm Muller,
el
poeta romántico alemán que inspiró el ciclo de canciones de Franz
Schubert,
Viaje
de invierno,
que hay que encontrar el camino de todo viaje por sí
mismo.
En su búsqueda, Yusta escucha un organillero solitario (“a quien
ya
nadie
escucha”) que renueva de esperanza su camino. Ha comprobado que “a
la
gloria te lleva el padecer”, un padecer que pudiera sospecharse
sufrido por
un
amor de antaño.
El
viaje de Pasajero
de otoño combina
el recorrer escenarios prestigiosos
largamente
cantados por otros poetas —París, Roma, Grecia— a los que
renueva
con
sugerentes imágenes y una experiencia íntima que va urdiendo con
la
conciencia y la angustiosa sensación de un final de trayecto no muy
lejano.
El
propósito inicial de su viaje es doble: regresar a París para
recorrer nuevamente
la
línea 6 del Metro donde descubre “miradas veladas de monotonía”
y
“el
raro vaivén de gente azarosa y extraña”; la del bus 76
multirracial (negros,
árabes,
indios, checos y polacos entre sus pasajeros) viajando hacia el
Louvre;
buscar
inútilmente la tumba de Edith Piaff en el cementerio de Père
Lachaise;
admirar
el Sena dormido (“cloaca de París sólo redimida por miles de
poetas
impertinentes”);
la Gare d’Austerlitz, (“monumento a los que pudieron llegary a
los que se quedaron en el camino”), pero también para ir
empapándose del
spleen
que inmortalizó
Baudelaire y hacerlo con nuevas metáforas y reparando
en
los detalles todo lo que ha cambiado desde entonces en el restaurante
La
Coupole, en el mercado callejero del bulevar Charonne y en las notas
de
intensa
variedad cultural de sus calles.
Porque
Yusta es un habitué de París. En el París de Pasajero
de Otoño,
Yusta
transmite la alegría de haber hecho suya la ciudad y poder repetirse
con
Juan
Luis Panero “esta ciudad tendrá tu nombre para siempre”, tras
sus numerosas
visitas,
desde las escapatorias del régimen franquista de su juventud
al
complacido reconocimiento urbano de ahora. Ha ido viviendo como suyos
los
cambios de la Ciudad Luz, como se la llamaba, sin insinuarnos en
ningún
momento
el patético anuncio de César Vallejo “Me moriré en París con
aguacero/
un
día del cual tengo ya el recuerdo”. Nuestro poeta, por el
contrario, se
ha
dicho: “volveré a esta ciudad que está en mi vida para encontrar
la llave,
las
puertas de la perdida dicha”.
El
versátil poeta del amor (Pavesas,
2012; Amar
y callar, 2013;
De
silencio
y
luz, 2015),
este reconocido coplista aragonés, prefiere admirar nuevamente
el
Palais Garnier, aunque atemorizado escuche el murmullo y las
pisadas
de siglos que lo rodean; el Museo de Orsay donde residen “sus
pintores”
(Lautrec,
Van Gogh...), los “luminosos signos de admiración” de las
gárgolas
de
Notre Dame, escuchar al trompetista del Metro que “deja volar sus
canciones
eternas”.
El poeta vaga en soledad por las calles, museos y plazas de París.
No
tiene
compañera en la que apoyarse, le basta, no sin cierta satisfacción
autocomplaciente,
“gozar
de mi compañía”. Puede repetirse: dondequiera que vayamos
encontramos
que “ya estábamos ahí”.
Si
en París el autor de Pasajero
de otoño hace
de su soledad, la única
protagonista
de su vagar por calles, museos y plazas, en Roma se siente que un
ser
amado lo acompaña para caminar “cogidos de la mano”, o acariciar
su rostro
en
la Piazza Navona y sentir que se encienden “lenguas en los
vientres”.
Sin
embargo, ante las aguas de la Fontana di Trevi, no puede sino musitar
“una
oración incomprensible/ mientras recuerda las tormentas/ que sin
piedad
azotan
su camino.” El poeta vuelve a estar solo y revive su memoria:
“Madrid,
El Cairo, Roma, Barcelona,/
Viena,
Estambul, París/
o
la dulce Lisboa/
y
tantos otros sitios que pueblan mi recuerdo”.
Grecia
está entre esos recuerdos. Allí acude nuestro poeta, finalmente,
para
encontrarse
“desnudo ante ese mar” y exponer su flanco sin temor. Comprueba
entonces
que “ni tormenta ni soles/ han podido abatir tanta belleza” y
piensa “si
es
preciso/ estrellar en las rocas esta barca de rumbo equivocado,/ pero
de puerto
cierto.”
Sus pasos coinciden sin querer con los de Henry Miller en El
coloso de
Marusi
para participar
de la luminosa atmósfera y del brillo del sol griego.
En
Grecia, el poeta podría repetirse con Juan Ramón Jiménez “Andando,
andando;
que quiero oír cada grano de la arena que voy pisando”, aunque,
tal
vez, su esperanzado dirigirse hacia “los pájaros del alba” no
hace sino corroborar
que
“no se recuerdan los días, se recuerdan los momentos”, al decir
de
Cesare
Pavese. Y Pasajero
de otoño está
lleno de “momentos” para recordar.
El
viaje de Yusta se programa en otoño, estación del año con la que
se asimila
el
declive de la edad, en que las fuerzas del cuerpo languidecen, pero
donde
una madurez ganada con el tiempo se revierte en una mayor
sensibilidad
para
percibir el mundo que se recorre, esa “nueva forma de ver las
cosas”
de
que han hablado tantos viajeros. Pienso en Voltaire que hizo de los
viajes
de
Cándido
un venero de
experiencias y en Henry Miller que tras mucho deambular
por
el mundo se refugió entre naranjales en California para rememorar
con
nostalgia su vida o en Jack London construyendo un paraíso para,
una
vez concluido, cerrar la puerta e irse.
En
el poema final Pasajero
de otoño,
dividido en nueve partes —tal vez
el
más conmovedor de todo el poemario— Yusta se embarca en un tren
que
“pudiera
ser mi último transporte”, munido de un billete que debe llevarlo
“a
paisajes
luminosos”. Lo hace sintiendo que “se hace largo ya el viaje/
lleno de
noches
largas y silentes/ que asfixian soledades presentidas”. En ese
último viaje
las
“manos” se duermen para ser “raíces que buscan la fusión/ con
la cálida
tierra
y convertirse/ en flores con el riego de unas lágrimas”. Son “días
de negra
incertidumbre/
cuando el viaje se acerca a su final”.
Son
momentos en que recuerda la “música de Verdi y de Puccini”, el
sol de
Grecia
y Roma. Se dice entonces, a modo de propósito, “Cuando parta, no
miraré
hacia
atrás”. Tras la lectura de Pasajero
de otoño estamos
seguros de
que
Miguel Ángel Yusta cumplirá su palabra.
FERNANDO
AÍNSA
Zaragoza,
octubre 2017