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miércoles, 31 de octubre de 2018

Presentación de "Pasajero de otoño" en Zaragoza. Texto de Alfredo Saldaña

Texto de la presentación en Librería Cálamo de Zaragoza de "Pasajero de otoño", por el catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universidad de Zaragoza, Alfredo Saldaña.
 
 
NAVEGAR EN SILENCIO POR LO OSCURO

Miguel Ángel Yusta ha ido elaborando a lo largo de estos años una obra poética singular dotada con unas señas de identidad con denominación de origen, rasgo de estilo que no todos los escritores alcanzan. Con todo, yo no sé si estamos —si nos ceñimos al libro que hoy presentamos— ante uno de esos poetas cuya escritura es proyección y consecuencia de su vida o ante una de esas personas cuya vida es reflejo y prolongación de su escritura (y trataré de glosar esta incertidumbre a lo largo de mi intervención en este acto); en todo caso, me temo que nos encontramos ante uno de esos individuos en los que vida y obra son manifestaciones inseparables —y a menudo indistinguibles— de un mismo binomio.
No es ni mucho menos mi intención presentar aquí, en su ciudad, a Miguel Ángel Yusta, alguien que ha desarrollado en estas últimas décadas una importantísima labor como letrista de grabaciones discográficas, coordinador de numerosas actividades literarias, columnista en Heraldo de Aragón y poeta. Entre sus libros de poesía, entre otros, encontramos: Ayer fue sombra (2010 —Aqua— y 2017 —Lastura), Cancionero de coplas aragonesas (2011, Olifante), Pavesas del silencio y de la espera (2012, La fragua del trovador), Amar y callar (2013, Sabara), De silencio y luz (2015, Lastura). Y ahora publica, acompañado de un iluminador prólogo de Fernando Aínsa, Pasajero de Otoño, para mí, su mejor libro. Voy a intentar argumentar por qué.
Siempre me ha llamado la atención la curiosidad y el interés que en todo momento ha mostrado Miguel Ángel por la literatura, una relación marcada por la pasión y el rigor. Yo creo que para él la poesía es palabra que refleja la huella de un tiempo vencido, palabra que lucha por permanecer en la memoria una vez que ha hecho su trabajo el arrasador ángel de la historia del que hablara Walter Benjamin, palabra de arena que trata de resistir los embates del viento, palabra de agua que desgarra con su grito las venas encendidas de la tierra. Así, algo de todo esto —y mucho más, por supuesto— encontramos en esta reveladora y radical entrega poética que hoy presentamos, donde la palabra encuentra su paraíso innominado entre los márgenes del poema.
Más allá del sentido y profundo homenaje implícito a diferentes ciudades y paisajes que alberga el discurrir de este libro (París, Roma, Grecia), Pasajero de Otoño plantea —desde un conocimiento exhaustivo de las grandes corrientes artísticas y de pensamiento que se han sucedido en Occidente— algunas de las cuestiones centrales a las que se ha enfrentado la escritura poética a lo largo de su historia. Aquí la palabra es desafío del lenguaje a la posibilidad de su propia extinción, acontecimiento que se disuelve en la imagen que lo genera —y en este sentido cabe hablar tanto de imágenes poéticas como de imágenes visuales, plásticas—, palabra que versa sobre esa inefabilidad propia de cierta poesía, esa actitud entregada y valiente que consiste en llegar hasta el fondo de un agujero para hablar desde ahí, desde ese lugar —como se lee en el poema que abre el libro— ubicado «en las orillas de la duda / entre el sol y la muerte» (p. 25) donde se encuentra ese organillero solitario cuya música —como ocurre con la del trompetista del metro— ya nadie escucha. Desde luego, el viaje —como muy bien señala Fernando Aínsa en el prólogo— es un motivo vehicular y estructural en el libro. Miguel Ángel incorpora a su imaginario algunos lugares más o menos conocidos de la tradición pero, en este caso, lo relevante, para mí, es la actitud con la que se afronta esa experiencia y el reconocimiento de que lo verdaderamente singular y extraordinario de ese acontecimiento no se encuentra en el destino —«tocar el cielo», por ejemplo, como se afirma en el preludio de este libro— sino en el propio viaje.
Pasajero de Otoño apuesta claramente por un decir repleto de música y de referencias intertextuales a otros ámbitos artísticos y en el que la máxima significación se halla en el hecho mismo de decir. Su autor ha viajado por senderos por donde solo son capaces de transitar aquellas personas que intuyen que para encontrarse antes hay que perderse. Un viaje —acompasado con el ritmo de una personal y sugerente banda sonora— que implica en todo caso un recorrido sentimental e ideológico por algunos de los principales escenarios —rincones, calles, plazas, teatros y museos, etc.— por los que el sujeto poético ha transitado a lo largo de los años, un viaje que supone pérdida y ganancia, olvidos y encuentros, y que acaba resumiéndose —como se lee en el memorable poema que cierra el poemario— en ese silencio que se escucha «por lo oscuro» cuando se navega a la espera «del profundo arañazo de la Dama» (p. 91), ese silencio que podría funcionar muy bien como metáfora de esa música infinita y total que permite al sujeto buscarse entre las sombras y disolverse entre la nada para siempre. En ese sentido, estos poemas —escritos algunos de ellos en primera persona y en los que se recrean, desde una cierta distancia, anécdotas y situaciones del imaginario vital del propio poeta— tienen algo de homenaje a un universo personal y colectivo que el autor ha querido retratar. La vida, como la escritura, es un viaje al corazón de la noche, donde aguarda el secreto del poema, la sensación de un sentimiento de pérdida. En «Palais Garnier» leemos: «Estoy otra vez sentado en la oscuridad. / En una blanda oscuridad acompasada. / El tiempo se detiene en los dorados y en las lámparas, / en los terciopelos rojos que saben de pieles adormecidas. / Tengo miedo» (p. 35).
Yo creo que Miguel Ángel Yusta sabe muy bien que los viajes que importan suceden siempre en lo más hondo de uno mismo, guiados por esos «ojos sedientos de luz» (p. 36), como leemos en otro poema de este libro. Y en ese proceso —que no es sino un movimiento de aprendizaje, un viaje de conocimiento— la voz poética ha sabido desprenderse de lo accesorio y lo superfluo y partir a la búsqueda de lo esencial, hacia el encuentro de la raíz de las cosas. Eso es, sobre todo, Pasajero de Otoño, poesía que se enriquece conforme pierde elementos, tejida a golpes de libertad contra la mudez de la piedra y el sinsentido del ruido, poesía elaborada desde la conciencia de la pobreza y de la pérdida. Miguel Ángel Yusta plantea de este modo un escenario poético e imaginario en el que el paisaje natural ha sido trascendido por la sugerente plasticidad de las imágenes poéticas empleadas, un escenario —decía— en el que emerge una voz singular y extremadamente autoconsciente del trabajo llevado a cabo, una voz que ha sabido horadar en las hendiduras e intersticios del lenguaje y que aflora a la búsqueda de lo esencial, en ese viaje en el que solo se ve acompañado por su «sombra / de viajero sin nombre» (p. 81), como leemos en el poema que da título al libro, probablemente, como sugiere Fernando Aínsa en su prólogo, el más compacto de todos los que lo conforman.
Pasajero de Otoño recoge dos grandes motivos de la literatura universal, y ambos interrelacionados: los motivos de la pérdida y de la búsqueda; todo canto poético surge de una tensión o una insatisfacción y de la necesidad de cubrir esa falta con la conquista de un nuevo horizonte. Podría decirse, después de todo, que esta obra poetiza el conflicto del vaciamiento que adquiere imagen en la conciencia del propio viaje donde se entrecruzan la realidad y la ilusión y que, sin pretenderlo, nos enseña al final que toda pérdida conlleva una ganancia. No hay desafío mayor que este que Miguel Ángel Yusta afronta en este singular libro —el mejor, para mí, repito, de todos los que ha escrito— y ese reto consiste en agujerear las cimas del pensamiento hasta dar con la profundidad del verbo, ese lugar donde esa palabra de música que es la poesía se disuelve en su silencio (la música, lo anoto tan solo entre paréntesis, desempeña una función central como hilo conductor y elemento de cohesión a lo largo de todo el libro); el autor de esta obra ha comprendido aquello que la poesía tiene de radical y esencial: la puesta en juego de la palabra, la vida, asumiendo el riesgo de la pérdida. Miguel Ángel Yusta nos ha entregado un gran libro.
Alfredo Saldaña

Miguel Ángel Yusta, Pasajero de Otoño, Madrid, Huerga y Fierro editores, 2018.

martes, 30 de octubre de 2018

Francisco Caro presenta en Madrid mi Pasajero de otoño







Texto de la presentación, por Francisco Caro, de Pasajero de otoño en el Café Comercial de Madrid el pasado 24 de septiembre de 2018.
 
Los trenes que nos llevan
Pasajero de otoño. Miguel Ángel Yusta. Madrid 2018. Huerga y Fierro.

Dijo Alfredo Saldaña al presentar este libro en Zaragoza que era harto difícil conseguir separar en nuestro autor vida y literatura. Coincido. La vida de este maño eterno que es Miguel Ángel Yusta no puede comprenderse sin la presencia de la literatura y de la música, de su afición a la copla, de sus colaboraciones periodísticas, pero tampoco sin su afición por la fotografía y los viajes. De su vida nace su literatura.
Hombre social, cordial y amigo, alterna días de sosiego con excitados, de la misma manera que habita Madrid y Zaragoza. En los excitados, escribe. Excitados por el recuerdo o por la melancolía del tempus fugit, dos universos que como líneas abscisa y ordenada organizan su espacio escribidor. Un territorio dilatado tanto en el espacio-tiempo como en las publicaciones.
Conozco a Miguel Ángel desde 2011, desde entonces la amistad no ha hecho sino crecer en lo personal y en lo poético. Leí últimamente sus Pavesas, haikus sensibles de la época del vino y de las rosas fúlgidas. Y recuerdo con temblor su sensacional Ayer fue sombra, que le reeditó Lastura y donde la evocación de su infancia posbélica es el retrato sentimental de una generación, la nuestra, la de la luz difusa, pero la que años después construiría una España de luz esperanzada. Y es que posiblemente no haya poesía sin infancia en plenitud. Aquella infancia de programas dobles y trenes de tercera, o de madera, la que nos agrupa a tantos supervivientes dispuestos todavía –no a sobrevivir– sino a vivir. Ahora nos acerca este Pasajero de otoño, y es que siguiendo sus palabras "Como émulos de Ulises, navegamos a ciegas en la noche cerrada.” Hacia una Ítaca imposible, añado.
Escribe Fernando Ainsa en su prólogo que el otoño “es la estación que se asimila con el declive de la edad, en que las fuerzas del cuerpo languidecen, pero donde la madurez ganada con el tiempo revierte en mayor sensibilidad para percibir el mundo que se recorre.” Es difícil no estar de acuerdo. Si a esto añadimos que la poesía debe estar teñida, lo dijo Auden, por el buen hacer y por la inteligencia, nos encontramos en M.A.Yusta con el cronista, con el autor ideal para acompañarnos en la travesía de esta estación del año tan dada a la metáfora de lo que se agota.
Pasajero de otoño, pues, otoño de un pasajero. Un texto destilado en perfección y producto de cuatro distintas e intensas situaciones emocionales. El poemario permite al lector sensible situarse junto al poeta en cuatro escenarios ligados por la persistencia del recuerdo. Tanto si este aparece como refugio de belleza e identidad como si se ofrece para ser alambique de futuros. Y son cuatro escenarios distintos en sus provocaciones, y a mi modo de ver surgidos en alejados momentos durante ese vagabundeo existencial que supone el oficio de vivir. Y no todos ocurren en el otoño, aunque ahora los agrupe el título. No es otoño cuando París explota en juventud, como no es otoño Roma nocturna y el amor guardando su costado. Tampoco es otoño la búsqueda de plenitudes que supone el anhelo de Ítaca. Admito que pueda ser de otoño la mirada del poeta de hoy la que se vuelve sobre los paisajes, pero no para teñirlos con intención elegíaca, llorona, sino para recuperarlos en su momento exacto de plenitudes y canto, listos para un nuevo disfrute sanador. Todo eso dice el libro. Por eso es mucho más gozo que lamento. Por eso es un disfrute que se ofrece sí mismo y a los demás.
Hay un preludio, del que hablaré al final y hay un poema final del que nada diré. Entre ambos 46 textos magníficos, decantados, de lo mejor del poeta. De ellos, 37 forman el apartado “Ciudades y Paisajes” y sólo nueve el apartado que titula “Pasajero de otoño”, como el libro. Hablemos de este último. Son nueve poemas que se dedican a la descripción de la madurez constatada, al territorio de las hojas ocre, al aviso de un mes llamado octubre. Es en estos nueve poemas en suite, y numerados, donde el poeta advierte y nos advierte
He llenado mi ser de cicatrices / en batallas inútiles / donde estaba cantada la derrota. / No importa, pertenezco a una raza incombustible, / que hace comino a corazón abierto.
A corazón abierto y a vértebra dañada, podríamos añadir.
Nueve poemas donde los trenes que nos llevan vuelven a significar lo que tanto significan en Ayer fue sombra. El viaje como objeto del deseo. Bien sea el viaje físico, bien el emocional, el tren como posibilidad de mundos soñados, como la última ocasión Que nunca es la última, aunque oigamos acercase su silbido desde lo profundo de la noche. Digamos que acude a los poemas de esta parte un tú autorreferencial, una sombra con la que el yo del poeta conversa y se confiesa. Y lo hace sobre el ocaso –ese fantasma rosa–, sobre la memoria del amor gozado, sobre la soledad de los vagones, sobre la nieve que viste las ausencias, sobre la música y la vida que pasa lentamente. También sobre la vida que le acompañó, la que aún le acompaña ahora, esa que espera que todavía esté con él cuando el tren anuncie la estación final. Porque este pasajero que se llama Miguel Ángel Yusta se sabe tan tatuado de cicatrices como rico de aventuras. Y es que la vida y él han intercambiado cromos y afanes, arias y desolaciones, linos y espinas, hasta lograr saberse a fondo, hasta beberse, ese beberse que no es sino vivirse con b que diría nuestro testigo Rafael Soler.
Mayor extensión -37 poemas- ocupa el apartado “Ciudades y Paisajes”. Allí el París de su juventud con aire de libertades sigue siendo el paisaje soñado, el lugar de las mujeres frescas, como la que sienta frente a él en la línea 6 del metro, del bello Sena y sereno. El Paris que mitiga la soledad, el que recibe las maletas emigrantes en Austerlitz, el que “acaricia con brisa el pubis indefenso de Olimpia" o nos invita a "penetrar el Origen del mundo” (son sus versos), el que lava nuestros ojos de celtiberismos, el de las chimeneas, el de la inteligencia en La Coupole, donde se sueña con los cuerpos jóvenes y se sabe que un día tendremos todo el tiempo del mundo.
París está lluvioso en la mañana. Es un gigante gris de corazón cansado / que a diario reviven con sus risas / muchachas de piel tersa y ojos llenos de luz.
Y tras Paris, una Roma de piedras antiguas y de amor cercano, una Roma de mujer en ansia compartida. Una Roma preñada de atardeceres cogidos de la mano. Si en la Fontana lava el poeta sus manos de toda culpa pensada con la voluptuosa Anita, es en la Piazza de Spagna donde las dos almas quedan enlazadas escuchando el rumor del agua eterna. “Acaricié su rostro –dice– y se encendieron lenguas en los vientres.” Y tras Roma, una Grecia de empeño por Ítaca, ese lugar donde habita la felicidad de los anhelos, ese bosque siempre perseguido, ese tremor de intenciones, y a donde el poeta en su poema pórtico afirma que jamás, tras haber tocado el cielo, volverá a intentarlo. Y lo dice él, a quien se le han encendido y apagado estrellas, él, que ha viajado entre el cenit y el desengaño.
Pasajero de otoño y los lugares en donde la persistencia del tiempo vivido y la conciencia de existir se superponen hasta confundirse. Descansado una en otra, preguntándose una a otra. Es el milagro literario y vital de poder sentirnos uno con nosotros mismos, algo que el poeta logra para sí y que gracias al poema nos contagia como posibilidad al alcance. Todo está dicho desde la amabilidad de un verso cordial y perfectamente construido, sin sobreexcitaciones ni imposturas. Un libro en donde vivir.

Francisco Caro
(Profesor y poeta)

martes, 23 de octubre de 2018

Manuel López Azorín, reseña "Pasajero de otoño"

  
El reconocido poeta y crítico Manuel López Azorín, reseña en su blog el poemario "Pasajero de otoño".

 https://manuellopezazorin.blogspot.com/2018/10/miguel-angel-yusta-pasajero-de-otono.html

viernes, 19 de octubre de 2018

Alicia Mendoza Krauss* reseña "Pasajero de otoño"





 “Pasajero de otoño” sugiere de manera inevitable melancolía, añoranza y trayecto final. En el último poema, “Ligero de equipaje”, el poeta anuncia que se marchará «a la luz tenue del ocaso/ en la góndola llena/ de todos los recuerdos», y aguardará paciente «el resplandor/ del profundo arañazo de la Dama…». 
 Enlaza temáticamente con el reeditado “Ayer fue sombra”, que es un recorrido por la memoria de la niñez y la juventud. Y no es casualidad que la foto de cubierta de “Pasajero de otoño” sea la de unas vías de tren que se pierden en la niebla. El tren es un elemento recurrente, a la vez real y metafórico: «Trenes de vagones de madera», «que pasaban cercanos a mi casa», de los recuerdos de infancia; trenes en la «Gare d’Austerlitz»; el «Metro de París, Línea 6». Pero también el tren como símbolo del viaje de la vida: «Llega el ocaso como un fantasma azul./ Se hace largo ya el viaje/ lleno de noches largas y silentes/ que asfixian soledades presentidas»; «¿Por qué me asalta siempre ese recuerdo/ de los días de negra incertidumbre/ cuando el viaje se acerca a su final?» «Pasajero de otoño,/ viajero sin destino./ Se ha quedado vacía la estación/ y tal vez aparcado en vía muerta,/ olvidado el orgullo, el vagón de mis sueños». 
 No puedo evitar la evocación de Ulises, y menos cuando el propio autor nos lo trae de forma directa durante su viaje a Grecia y al final de su primer poema (“Preludio”): «Nunca jamás querré viajar a Ítaca». Y me resulta obligado citar al poeta Carlos Vaquerizo, en “Recuerdo (II)”: «Una sirena: tú,/ Yo, atado todavía/ al mástil del recuerdo»; como él, Miguel Ángel Yusta está atado a sus recuerdos para no perder el rumbo frente a las asechanzas de las hijas de Aqueloo. Y también quiero citar a Juan Ramón Barat, en “Todos los destinos se llaman Ítaca”: «No escuches las sirenas perversas» (a las que no me atrevo a identificar desvelando la metáfora). 
Pero, como dice Encarnación Pisonero, Ulises no sería Ulises si no hubiera escuchado los cantos de sirenas, pues sólo dejándose arrullar con la música de mares sin nombre se puede conquistar todo imposible. El viaje de Miguel Ángel Yusta, sin duda ha sido como el que recomendaba Kavafis (“Ítaca”): «Si vas a emprender el viaje hacia Ítaca,/ pide que tu camino sea largo,/ rico en experiencias, en conocimiento». 
Tal vez ya no haya una Penélope y, por eso, el poeta escribe: «Mi manos no son ciertas/ […] Solo quieren dormir sobre el regazo/ de la madre que a todos nos acoge». Porque regresar, como alguien dijo, es morir un poco. O quizás Miguel Ángel Yusta sea como el Odiseo borgiano, cuya patria es el viaje mismo y no Ítaca, cuyas arenas son de otro mar que quizás ya no existe. 
Costaría sobreponerse a tanta melancolía, de no ser por la fuerza del amor «pues ningún edificio se derrumba/ si el buril del amor fue su arquitecto», y de ese amor esencial hay mucho en los poemas de “Pasajero de otoño”, «porque donde hubo amor en llama viva/ aún mantiene un rescoldo la memoria» La gran paradoja es que la muerte no puede vencer al amor y al recuerdo (diría que tampoco a la fe, pero no en estas líneas); y traigo a la memoria las mejores palabras de consuelo para alguien muy querido que se nos iba: «Aunque el mundo cambie ahora, mi amor, no tengas miedo; te amamos, te amamos. No vas a desaparecer: estamos aquí contigo; estaremos siempre contigo». 
Si Pasajero de otoño fuese una tesis, contestaría con un poema de Aurora Luque: «Cómo decirle al tiempo que el otoño es mentira/ y que la vida puede valer lo que una noche/ de julio solamente porque tuvo el deseo/ el ardor excesivo de una piel de sirena». 
Pero no es una tesis, sino una preciosísima colección de poemas. 

Alicia M. K.
*Alicia Mendoza Krauss es filóloga ( hispánica  y Clásica) y poeta.

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