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martes, 8 de diciembre de 2020

"Pasajero de otoño". Prólogo de Fernando Aínsa.

 En recuerdo y homenaje a Fernando Aínsa, traigo a este blog su prólogo a mi poematio "Pasajero de otoño" (Huerga & Fierro 2018).

Siempre en la memoria.


Pasajero de otoño,

una invitación a un viaje sin retorno


La vida es lo que hacemos de ella. Los viajes son los viajeros.

Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos.

FERNANDO PESSOA


Homo viator por excelencia, trotamundos tras las notas musicales de

óperas a las que asiste en los mejores escenarios europeos —Viena, Milán, París,

Madrid, Barcelona— Miguel Ángel Yusta emprende en Pasajero de Otoño

un periplo bajo la advocación del “último viaje” de Antonio Machado cuando

anunció “me encontraréis a bordo ligero de equipaje, casi desnudo, como los

hijos de la mar”. Pero si el viaje de Machado era para abordar “la nave que

nunca ha de tornar”, el de Yusta es sabiendo —con José Saramago— que “el

viaje no termina jamás”, ya que “sólo los viajeros terminan”. Lo hace invocando

una voz, “pasajera del tiempo que arrasa los paisajes”.

Precedido de un breve preludio en el que anuncia que “nunca jamás querré

viajar a Ítaca” y de un poema —“El viaje”— donde sabe como Wilhelm Muller,

el poeta romántico alemán que inspiró el ciclo de canciones de Franz Schubert,

Viaje de invierno, que hay que encontrar el camino de todo viaje por sí

mismo. En su búsqueda, Yusta escucha un organillero solitario (“a quien ya

nadie escucha”) que renueva de esperanza su camino. Ha comprobado que “a

la gloria te lleva el padecer”, un padecer que pudiera sospecharse sufrido por

un amor de antaño.

El viaje de Pasajero de otoño combina el recorrer escenarios prestigiosos

largamente cantados por otros poetas —París, Roma, Grecia— a los que renueva

con sugerentes imágenes y una experiencia íntima que va urdiendo con

la conciencia y la angustiosa sensación de un final de trayecto no muy lejano.

El propósito inicial de su viaje es doble: regresar a París para recorrer nuevamente

la línea 6 del Metro donde descubre “miradas veladas de monotonía” y

el raro vaivén de gente azarosa y extraña”; la del bus 76 multirracial (negros,

árabes, indios, checos y polacos entre sus pasajeros) viajando hacia el Louvre;

buscar inútilmente la tumba de Edith Piaff en el cementerio de Père Lachaise;

admirar el Sena dormido (“cloaca de París sólo redimida por miles de poetas

impertinentes”); la Gare d’Austerlitz, (“monumento a los que pudieron llegary a los que se quedaron en el camino”), pero también para ir empapándose del

spleen que inmortalizó Baudelaire y hacerlo con nuevas metáforas y reparando

en los detalles todo lo que ha cambiado desde entonces en el restaurante

La Coupole, en el mercado callejero del bulevar Charonne y en las notas de

intensa variedad cultural de sus calles.

Porque Yusta es un habitué de París. En el París de Pasajero de Otoño,

Yusta transmite la alegría de haber hecho suya la ciudad y poder repetirse con

Juan Luis Panero “esta ciudad tendrá tu nombre para siempre”, tras sus numerosas

visitas, desde las escapatorias del régimen franquista de su juventud

al complacido reconocimiento urbano de ahora. Ha ido viviendo como suyos

los cambios de la Ciudad Luz, como se la llamaba, sin insinuarnos en ningún

momento el patético anuncio de César Vallejo “Me moriré en París con aguacero/

un día del cual tengo ya el recuerdo”. Nuestro poeta, por el contrario, se

ha dicho: “volveré a esta ciudad que está en mi vida para encontrar la llave,

las puertas de la perdida dicha”.

El versátil poeta del amor (Pavesas, 2012; Amar y callar, 2013; De silencio

y luz, 2015), este reconocido coplista aragonés, prefiere admirar nuevamente

el Palais Garnier, aunque atemorizado escuche el murmullo y las

pisadas de siglos que lo rodean; el Museo de Orsay donde residen “sus pintores”

(Lautrec, Van Gogh...), los “luminosos signos de admiración” de las gárgolas

de Notre Dame, escuchar al trompetista del Metro que “deja volar sus canciones

eternas”. El poeta vaga en soledad por las calles, museos y plazas de París. No

tiene compañera en la que apoyarse, le basta, no sin cierta satisfacción autocomplaciente,

gozar de mi compañía”. Puede repetirse: dondequiera que vayamos

encontramos que “ya estábamos ahí”.

Si en París el autor de Pasajero de otoño hace de su soledad, la única

protagonista de su vagar por calles, museos y plazas, en Roma se siente que un

ser amado lo acompaña para caminar “cogidos de la mano”, o acariciar su rostro

en la Piazza Navona y sentir que se encienden “lenguas en los vientres”.

Sin embargo, ante las aguas de la Fontana di Trevi, no puede sino musitar

una oración incomprensible/ mientras recuerda las tormentas/ que sin piedad

azotan su camino.” El poeta vuelve a estar solo y revive su memoria:

Madrid, El Cairo, Roma, Barcelona,/

Viena, Estambul, París/

o la dulce Lisboa/

y tantos otros sitios que pueblan mi recuerdo”.


Grecia está entre esos recuerdos. Allí acude nuestro poeta, finalmente, para

encontrarse “desnudo ante ese mar” y exponer su flanco sin temor. Comprueba

entonces que “ni tormenta ni soles/ han podido abatir tanta belleza” y piensa “si

es preciso/ estrellar en las rocas esta barca de rumbo equivocado,/ pero de puerto

cierto.” Sus pasos coinciden sin querer con los de Henry Miller en El coloso de

Marusi para participar de la luminosa atmósfera y del brillo del sol griego.

En Grecia, el poeta podría repetirse con Juan Ramón Jiménez “Andando,

andando; que quiero oír cada grano de la arena que voy pisando”, aunque,

tal vez, su esperanzado dirigirse hacia “los pájaros del alba” no hace sino corroborar

que “no se recuerdan los días, se recuerdan los momentos”, al decir de

Cesare Pavese. Y Pasajero de otoño está lleno de “momentos” para recordar.

El viaje de Yusta se programa en otoño, estación del año con la que se asimila

el declive de la edad, en que las fuerzas del cuerpo languidecen, pero

donde una madurez ganada con el tiempo se revierte en una mayor sensibilidad

para percibir el mundo que se recorre, esa “nueva forma de ver las cosas”

de que han hablado tantos viajeros. Pienso en Voltaire que hizo de los viajes

de Cándido un venero de experiencias y en Henry Miller que tras mucho deambular

por el mundo se refugió entre naranjales en California para rememorar

con nostalgia su vida o en Jack London construyendo un paraíso para,

una vez concluido, cerrar la puerta e irse.

En el poema final Pasajero de otoño, dividido en nueve partes —tal vez

el más conmovedor de todo el poemario— Yusta se embarca en un tren que

pudiera ser mi último transporte”, munido de un billete que debe llevarlo “a

paisajes luminosos”. Lo hace sintiendo que “se hace largo ya el viaje/ lleno de

noches largas y silentes/ que asfixian soledades presentidas”. En ese último viaje

las “manos” se duermen para ser “raíces que buscan la fusión/ con la cálida

tierra y convertirse/ en flores con el riego de unas lágrimas”. Son “días de negra

incertidumbre/ cuando el viaje se acerca a su final”.

Son momentos en que recuerda la “música de Verdi y de Puccini”, el sol de

Grecia y Roma. Se dice entonces, a modo de propósito, “Cuando parta, no miraré

hacia atrás”. Tras la lectura de Pasajero de otoño estamos seguros de

que Miguel Ángel Yusta cumplirá su palabra.


FERNANDO AÍNSA

Zaragoza, octubre 2017

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