El amor salvado por la poesía
“A las palabras de amor
les sienta bien su poquito
de exageración”
Antonio
Machado
Canciones
de varias tierras
El poeta Eugenio
Montejo —autor de Papiros amorosos (Pre-textos, 2002)—
afirmaba que “siempre necesitamos decir de nuevo las palabras de
amor, buscar nuevas entonaciones”. Sin embargo, advertía a
continuación que los poemas de amor plantean muchos riesgos y
exigían “mucha sabiduría verbal”, porque “un poema de amor
plantea el riesgo de la nadería y el lugar común”, especialmente
después de las grandes lecciones poéticas de Pablo Neruda y Pedro
Salinas.
Al leer Amar y callar de Miguel
Ángel Yusta he recordado estas palabras del autor de Partitura de
la cigarra (1999) y en la perspectiva de esta presentación he
decidido ser cauto. Hablamos de un tema serio —el amor— sobre el
que mucho se ha escrito y sobre el que es muy difícil ser original,
aunque nuestro poeta Yusta lo ha colonizado con entusiasmo desbordado
y una generosa panoplia metafórica en Senderos de amor y olvido
(2008) y El camino de tu nombre (2011) y, en forma más
contenida y circunspecta, en Pavesas (2012).
Tema central de su poesía, —como de
la de sus colegas transversores Fernando Sarría y Fran Picón
y el Manuel Forega de Labios— Yusta sabe que es difícil que
el amor absoluto exista y rara vez, cuando se conquista, que sea
duradero y recíproco. La tragedia del amor, eterna como el ser
humano, es que muy pocas veces es total y menos “eterno”, aunque
pueda decirse que la mera “esperanza de enamorarse” da confianza
a la vida. Y cuando logra la plenitud ésta dura poco. Ideal que no
se alcanza y si se alcanza huye, ese “fuego que nos transporta
lejos” que poetizara Goethe. El drama del amor debe su patetismo a
las resistencias que tiene que vencer, a todo aquello que lo humilla,
lo acongoja, alegra y desalienta y ha contenido siempre un elemento
perturbador que sólo la poesía refleja. ¡Y qué mejor ejemplo que
el de Verlaine cuando exclama en Amour: “Tengo furor de
amar. ¿Qué hacer, entonces?”!
Un espasmo, un instante con vocación
de infinito
“Que yo sienta el placer de tu
placer/ Que el tiempo de la entrega sea infinito…”—nos dice
Yusta en Amar y callar— sabiendo que el amor realizado es
siempre atributo de un instante, aunque aspire a ser un sacramento de
eternidad. Ya lo decía Oscar Wilde en De profundis: “El
amor es un sacramento que debería recibirse de rodillas”. Si esa
aspiración fuera posible —añadimos nosotros— se rozaría un
estado beatífico, más allá del éxtasis momentáneo que el amor
procura, que suele derretirse como la cera de una vela alimentada por
su propio fuego. Y tal vez sea mejor así —como sugiere Jean
Guitton en Ensayo sobre el amor humano— porque si
permaneciera en el tiempo con la misma intensidad, la fuerza de la
sorpresa inicial, la sacudida que provoca descubrirlo se erosionaría,
desgaste que se torna rutina, como sucede en el amor conyugal, a todo
lo más trascendido en ternura y comprensión. La perfección del
comienzo, una vez culminada, una vez que ha tomado forma, se diluye.
Solamente en un nuevo comienzo —tal vez, otro amor— podrá
encontrar una renovada perfección.
Sabe nuestro poeta Yusta que ese
instante en que el amor se revela cumple además de su función
sensible una función cognoscitiva de iluminación. Como el relámpago
que ilumina en la penumbra una realidad desconocida, la función del
instante amoroso sirve para expresar el paso de una ignorancia a un
conocimiento, de una pasividad a una forma de plenitud vital. En la
medida en que ese instante permite una “salida del tiempo”, el
amor forma también parte de un suplicio consentido, de un fracaso
aceptable, en la medida en que no es buscado y es fruto de un
encuentro azaroso. “El querer no es elección,/ porque ha de ser
accidente”, ya nos dijo Lope de Vega en El caballero del
milagro.
Es cierto: el amor es inicialmente el
fruto de un instante; aquel en que se produce un espasmo y en que la
exaltación logra su timbre más agudo. Luego, espasmo y exaltación,
se agotan en sí mismos, ya que no podrá trascender la condición
frágil del instante en aras de una ansiada eternidad —el ansiado
amor eterno— aunque se intuya que lo eterno se inscribe en el
tiempo a través de ese solo instante privilegiado. Y éste es el
único modo de sacar al amor de lo ordinario y familiar, de lo
biológico y convencional para trascenderlo hacia los planos en que
se significa.
El único modo de conservar ese
instante privilegiado es por la poesía. El amor como materia prima
del poema que inspira, se compone, se recita y se quiere. Ese ritmo
de la poesía podría garantizar su concreción, pero Yusta prefiere
manejar las mismas claves poéticas que lo desmienten: la
imposibilidad de fijar ese instante, lo irrecuperable del pasado, aun
reconstruido. Esta imposibilidad no es menos poética que haber hecho
posible el amor, rodeando al instante de las garantías que la vida
no da nunca: pero es poesía de tormento y no de plenitud, de dolor y
no de serenidad.
De ahí la importancia de la memoria,
la única que permite que un instante pueda parecer infinito. Rodear
al amor, en el momento en que se realiza, de tales atributo de
belleza y poesía que pueda encontrar allí la medida de su propia
liturgia: repetirse, para conservarse como un raro talismán. La
palabra amor —nos advierte Yusta— la pronunciará “deshaciendo
las letras,/ en oración de amor definitiva”.
La condición efímera del amor
persigue a nuestro poeta que sabe que muchas veces lo que llamamos
amor no es más que ternura, deseo, satisfacción del orgullo,
sentimiento de posesión, incluso banalidad y rutina.
“Y el mar. De repente”
Pero hay más en Amar y callar:
hay pasión y sexo. Una pasión donde la presencia del mar es un
leit-motiv de connotación erótica. “Y el mar. De repente”
—nos dice el poeta desde el inicio— para evocar un “ocaso de
mar embravecido” dibujado en un pubis “devoto” y anunciar que
“camino por tus sendas de mares y de espumas/ como la bestia fiel
que defiende su presa./ Las olas agitadas de un deseo infinito/ me
llevan implacables a tu centro extenuado.” Tras deambular por
calles que le “parecen mares ennegrecidos/ con náufragos de bruma
derrotados”, siente que se detiene el tiempo, surge la pregunta:
“tan solo el mar presenta sus respuestas/ y el hombre se refugia en
la casa del miedo”. Un refugio que no impide descubrir que “Ahora
que por fin/ sé de verdad quién eres/ me paseo de nuevo sereno por
la orilla/ deshaciendo las horas/ sin temor a morir en ese mar.”
En Amar y callar —como en El
mar se llama ahora con tu nombre de Graciela Maturo— el ser
amado se identifica con el mar, “pulpo de ojos de seda,/ mar
jugador y ardiente,/ mar toro, mar solar”. La poeta argentina de
la que la revista IMÁN publicó en su número 8 algunos de sus
poemas, clama: “Quiero perderme en ti que eres el mar”, “Me
llevaste hacia el mar/ y de tu mano/ entré en el paraíso de la luz/
en el negro centelleo de la felicidad/ y de la muerte”. Escribir El
mar se llama ahora con tu nombre es para Maturo cumplir un rito
“al recordar el mar que nos ha unido”. Los ojos de la poeta “son
dos pájaros insomnes” que sobrevuelan el mar para llegar “hasta
un país llamado Siempre.
Yusta descubre como Maturo en “el mar
de las tinieblas” que “la humedad oscura del deseo/ acompasa
sonidos de mar embravecido” y renace bajo la luz, mientras se
llenan sus pies “de sal y espuma”. El mar está presente también
en los epígrafes de las tres partes en que se divide Amar y
callar. En los epígrafes de José Antonio Labordeta (“Lejos
hablaba el mar, la noche”), de Ángel Guinda (“De puerto en
puerto voy como un barco en la noche dando tumbos”) y de Miguel
Labordeta “Confieso una furtiva confidencia con esos náufragos que
aman las estrellas”, con que abre el volumen, Yusta, “lleno de
palabra”, se lanza a “navegar contra corriente” y descubre que
“El mar lo sabe todo: / te sabe a ti y a mí”. El poeta ama para
comprobar como “En las esquinas grises/ encallan nuestras almas en
silencio”, almas que “como caracolas/ esperan la pleamar que las
libere”.
El autor dedica Amar y callar a
Laura. Inevitablemente he pensado en Laura, el gran amor de Petrarca,
a la que consagrara las inmortales páginas de su Cancionero, En
vida de Laura y En muerte de Laura, poemas que fundan con
los 25 sonetos de Dante dedicados a Beatriz en la Vita nuova,
la tradición del amor provenzal de vasta influencia en la poesía
occidental y que notoriamente asimila Amar y callar, ese amor
que —confiesa Petrarca— “me halló del todo desarmado/ y
abierto al corazón encontró el paso/ de mis ojos, del llanto puerta
y barco”. ¿Feliz coincidencia la de Yusta cuando, a su vez,
confiesa: “arribaste en la tarde de mi vida/ al puerto incierto de
mis circunstancias/ y echaste el ancla firme/ próxima al muelle de
los sentimientos”? ¿Coincidencia azarosa o un mismo amor unido por
un sujeto de idéntico nombre —Laura, esa mujer como “imagen de
lo posible”, al decir de Novalis— que ambos poetas invocan en su
madurez? ¡Chi lo sa!
“En la tarde de mi vida”
En los dos poemas finales, cuando
probablemente el poeta decide “callarse”, Amar y callar cobra
otra dimensión. El poeta vive en “la tarde de su vida”, está
jugando el “resto”; confiesa “arribaste en la tarde de mi vida/
al puerto incierto de mis circunstancias” y recibe los regalos que
le trae el amor tardío: “sonrisas y miradas claras/ palabras
repletas de caricias” para decidir “subir al barco”, izando las
velas para navegar con la amada en la “nueva mañana”.
El poeta puede parecer un Fausto
reencarnado que intenta salvarse gracias a un amor que lo rejuvenece,
aunque sabe que para amar hay que salir de sí, encontrar y crear al
otro, y al mismo tiempo dejarse encontrar y crear; lo que supone
igualdad y reciprocidad. Lo demás es solo mero deseo de posesión,
“en el alma es una pasión de reinar” —como dice La
Rochefoucauld del amor—un deseo de posesión que olvida que no hay
posesión más completa que la de un ser que ama en forma absoluta.
El ser humano no ama para permanecer en
sí. Al amar busca en otra parte qué amar, porque solo, en su
soledad, es un ser imperfecto; le hace falta un segundo para ser
feliz o—como escribió con sencillez Séneca en su Epístola IX—
“Es preciso amar para ser amado”. El amor es un trabajo de
verificación continua de sí mismo, es una hipótesis con tentativa
de deducción y de verificación, es un suplicio calculado, un
fracaso consentido en la medida en que es buscado, un franquear la
puerta estrecha del tormento y la angustia.
En un proceso de desmemoria y de
autodestrucción que sigue a descubrirse olvidado por todos —“Cuando
nadie se acuerde/ de dónde vine o por qué me fui.. Cuando nadie
hable ya por mí, ni piense/ llamarme por teléfono/ y preguntar si
sigo vivo o muerto”— el poeta Yusta espera que la amada se
acerque a golpear “sin reparo” su puerta —“una botella del
más caro champán” en la mano— porque solo entonces “puede que
esté dispuesto a ser amado.”
Sabe entonces que al mirarse en el
espejo del destino, un extraño lo observa y lo interroga “desde el
fondo del tiempo y del espacio”. “Yo, nunca le contesto”, nos
dice intentando desatar el pensamiento que “intenta descifrar el
laberinto” y admitir que aunque “todas las respuestas” lleguen
“de repente”, “el tiempo del ayer se esconde en el silencio.
“Ya no me reconozco en el pasado,/ me dirijo a la luz”—anuncia
alborozado en Amar y callar— aunque pudiera repetirse como
el poeta Sully Prudhomme a su prometida: “Tu me perteneces desde el
pasado”. Un pasado donde reina el amor cuyo lenguaje Yusta ha
recuperado con ese “poquito de exageración” que pedía Machado.
Zaragoza, 29 de octubre,
2013