-¿QUIÉN MATÓ AL MAR DE ARAL?
Algún día después de la vida alguien se encontrará millones de esqueletos y se
preguntará quiénes fuimos.
El viento no responde nunca, dice el poeta. El poeta sabe de ceniza porque ha
discurrido demasiadas soledades que concuerdan con las servidumbres del oficio de vivir.
Y que entre el estaño y la ternura no hay camino para los pulmones o los
pájaros nocturnos a los que él se aferra desde la primera geometría literaria que
vislumbra.
Todo lo que dice no es una parábola. Ocurrió cuando las UCIS gobernaban
el mundo y la gente se suicidaba besándose en los andenes del sigilo. Las calles agonizaban
los generales volvieron a dar cuenta de sí mismos. Era la única respuesta al
exterminio cuando por las noches un deslizamiento de números y culpabilidades
entraba en las casas y tomaba posesión de los insomnios.
Este puede parecer el poemario del miedo, pero no de la decrepitud. Porque aquí no
hay decadencia sino un catalejo crónico sobre una guerra desigual que engulló a
todos. El poeta ha visto que los barcos llorando la mar llevan a la tierra prometida
cada vez menos viajantes. Y sabe por qué, lo mismo que gritó Blas de Otero.
Hay una piedad desnuda muy parecida a las ecuaciones: la indefensión de los viejos y
la inmensidad de los pobres sobre el laberinto aristocrático de los poderosos con
patria en Manhattan. Ocurre un tsunami, pasan las habladurías y los espejos, pero no
cambian los paisajes.
Solo alguna rara vez el poeta se queda traspuesto y cree ver un mediodía lleno de
música y de niños. Y enseguida acaba el sueño con un martillazo que retumba ahora y
confirma el pasado. Ese " Fue" es la condena por haber creído en un cielo limpio de
crisantemos. Y enseguida, otra vez el deshielo.
Hay un momento de furia en el libro donde el poeta no ve una guerra sino una
rendición. Posiblemente aquí el desencanto vocifera. Y luego, taimada y dulcemente,
empieza la segunda parte refugiándose en su infancia, duro territorio del que sólo
sabe una certeza: que sobrevivió.
Y a partir de aquí empieza un racimo de poemas cortos donde el amor se abre paso
como un sentido inevitable camino de la libertad. Hay expresiones bellísimas en una
trinidad que sabe a luz y a mujer después de la tormenta. Y renacen los parques, y el
verano germinal, y la mozalbería que nunca se fue, y las posibilidades de gozar
borbotones de abriles en los rostros más amados.
El viaje termina con una llamada al tiempo. Pero aquí no hay espasmos sino una
apacible añoranza que el poeta llama retorno. Volver. Nadie puede, pero todos acaban
en esa laguna después de contarse las canas y los hijos. Parece que llega el ocaso, la
probabilidad de algún olvido. Y nace un último estertor en la rebelión del poeta al
atisbar que un vientre espera. Y entonces reviven las palabras en un fundido con el
aire para llegar a unos ojos que solamente él sabe.
Hay dos claras tonalidades en el libro. La primera parte es voraz y amenaza con
fagocitar cualquier trigo nacido de un surco que habite después. No es un estado
peculiar del poeta sino la expresión literaria de un cuerpo social al que él no es
ajeno. El poeta no diagnostica sino que va dejando jalones de tiempo invernal, voces
pobres, viejos suburbios. Nula es la reacción al desastre, parece decir.
A medida que el tiempo avanza, el poeta muta en una variante más halagüeña. Y
hasta parece que las vidrieras de los versos se reconcilian y se abre la posibilidad de
los enamoramientos hasta para los africanistas ancianos. Milagro de la poesía cuando
el autor no es sólo un destello de avispa en el tiempo, sino el buen hacedor de una
estética fundamentada no sólo en las condiciones impuestas por la amenaza del
pavor sin fronteras.
Aparece entonces el auge de los poemas cortos o medianos, que no son un indicio,
sino el lenguaje de las criaturas otra vez en la enramada al clarear el alba. Aquí el
poeta vuelve a respirar bien y deja que de su herida en el costado crezcan árboles con
suave gorjeo en las alturas de los sueños.
El deslizamiento del libro de una cara a otra cara no es abrupto, sino natural como la
reconciliación de dos hermanos que vuelven a hablarse. ¿Son dos maneras de
referirse a sí mismo?
Quizás haya que contar con que la manera de relacionarse el poeta con el libro viene
impuesta también por las condiciones plurales que le merodean. Eso sí, estamos ante
un poeta que no dobla la rodilla ante el témpano mudo o el eco de otros nombres,
sino que defiende su semántica en movimiento sin reduccionismo de estilo o
doctrina. El impulso formal no decae. Pocos autores están tan dotados para la
exploración de las zonas crepusculares, mundanas, geográficas o sentimentales.
Todas sus búsquedas culminan con la visión de su mundo como ritmo.
Quede claro que este no es un libro lateral, sino el hijo de un hombre comprometido
con contar lo que pasa dentro y fuera. Y así entra en los tiempos con los ojos abiertos
y vivos, dejando un rastro de corresponsal de la guerra que vivió, de la paz que vivió, de los
soles y sombras que vivió, sin saber muy bien si está entre los vencedores o los
vencidos.
Y luego se abre la camisa y enseña la piel, como si ofreciera su pecho a la lava y a
los futuros que están ya aquí o esperan en el sosiego de la hierba nacida una y otra
vez. No se puede negar el tempero. Luego está el tiempo de mies, que ni el poeta ni
nadie sabrá medir y pesar. Ese es el misterio, la seducción quizás.
Todo está en un libro que sobrevivió a la crueldad, donde el oxígeno viajó desde las
moléculas hasta las puertas sin cerraduras. Lo escribió Miguel Ángel Yusta, el único
hombre que aún palpita sin cautividades.
Valentín Martín
Madrid, Febrero de 2022
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