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jueves, 21 de julio de 2022

POSTLUDIO. Prólogo de Valentín Martín, escritor y periodista

  

-¿QUIÉN MATÓ AL MAR DE ARAL?


Algún día después de la vida alguien se encontrará millones de esqueletos y se


preguntará quiénes fuimos.


El viento no responde nunca, dice el poeta. El poeta sabe de ceniza porque ha


discurrido demasiadas soledades que concuerdan con las servidumbres del oficio de vivir.


Y que entre el estaño y la ternura no hay camino para los pulmones o los


pájaros nocturnos a los que él se aferra desde la primera geometría literaria que


vislumbra.


Todo lo que dice no es una parábola. Ocurrió cuando las UCIS gobernaban 


el mundo y la gente se suicidaba besándose en los andenes del sigilo. Las calles agonizaban 


los generales volvieron a dar cuenta de sí mismos. Era la única respuesta al


exterminio cuando por las noches un deslizamiento de números y culpabilidades


entraba en las casas y tomaba posesión de los insomnios.


Este puede parecer el poemario del miedo, pero no de la decrepitud. Porque aquí no


hay decadencia sino un catalejo crónico sobre una guerra desigual que engulló a


todos. El poeta ha visto que los barcos llorando la mar llevan a la tierra prometida


cada vez menos viajantes. Y sabe por qué, lo mismo que gritó Blas de Otero.


Hay una piedad desnuda muy parecida a las ecuaciones: la indefensión de los viejos y


la inmensidad de los pobres sobre el laberinto aristocrático de los poderosos con


patria en Manhattan. Ocurre un tsunami, pasan las habladurías y los espejos, pero no


cambian los paisajes.


Solo alguna rara vez el poeta se queda traspuesto y cree ver un mediodía lleno de


música y de niños. Y enseguida acaba el sueño con un martillazo que retumba ahora y 


confirma el pasado. Ese " Fue" es la condena por haber creído en un cielo limpio de


crisantemos. Y enseguida, otra vez el deshielo.


Hay un momento de furia en el libro donde el poeta no ve una guerra sino una


rendición. Posiblemente aquí el desencanto vocifera. Y luego, taimada y dulcemente,


empieza la segunda parte refugiándose en su infancia, duro territorio del que sólo


sabe una certeza: que sobrevivió.


Y a partir de aquí empieza un racimo de poemas cortos donde el amor se abre paso


como un sentido inevitable camino de la libertad. Hay expresiones bellísimas en una


trinidad que sabe a luz y a mujer después de la tormenta. Y renacen los parques, y el


verano germinal, y la mozalbería que nunca se fue, y las posibilidades de gozar


borbotones de abriles en los rostros más amados.


El viaje termina con una llamada al tiempo. Pero aquí no hay espasmos sino una


apacible añoranza que el poeta llama retorno. Volver. Nadie puede, pero todos acaban


en esa laguna después de contarse las canas y los hijos. Parece que llega el ocaso, la


probabilidad de algún olvido. Y nace un último estertor en la rebelión del poeta al


atisbar que un vientre espera. Y entonces reviven las palabras en un fundido con el


aire para llegar a unos ojos que solamente él sabe.


Hay dos claras tonalidades en el libro. La primera parte es voraz y amenaza con


fagocitar cualquier trigo nacido de un surco que habite después. No es un estado


peculiar del poeta sino la expresión literaria de un cuerpo social al que él no es


ajeno. El poeta no diagnostica sino que va dejando jalones de tiempo invernal, voces


pobres, viejos suburbios. Nula es la reacción al desastre, parece decir.



A medida que el tiempo avanza, el poeta muta en una variante más halagüeña. Y


hasta parece que las vidrieras de los versos se reconcilian y se abre la posibilidad de


los enamoramientos hasta para los africanistas ancianos. Milagro de la poesía cuando


el autor no es sólo un destello de avispa en el tiempo, sino el buen hacedor de una


estética fundamentada no sólo en las condiciones impuestas por la amenaza del


pavor sin fronteras.


Aparece entonces el auge de los poemas cortos o medianos, que no son un indicio,


sino el lenguaje de las criaturas otra vez en la enramada al clarear el alba. Aquí el


poeta vuelve a respirar bien y deja que de su herida en el costado crezcan árboles con


suave gorjeo en las alturas de los sueños.


El deslizamiento del libro de una cara a otra cara no es abrupto, sino natural como la


reconciliación de dos hermanos que vuelven a hablarse. ¿Son dos maneras de


referirse a sí mismo?


Quizás haya que contar con que la manera de relacionarse el poeta con el libro viene


impuesta también por las condiciones plurales que le merodean. Eso sí, estamos ante


un poeta que no dobla la rodilla ante el témpano mudo o el eco de otros nombres,


sino que defiende su semántica en movimiento sin reduccionismo de estilo o


doctrina. El impulso formal no decae. Pocos autores están tan dotados para la


exploración de las zonas crepusculares, mundanas, geográficas o sentimentales.


Todas sus búsquedas culminan con la visión de su mundo como ritmo.


Quede claro que este no es un libro lateral, sino el hijo de un hombre comprometido


con contar lo que pasa dentro y fuera. Y así entra en los tiempos con los ojos abiertos


y vivos, dejando un rastro de corresponsal de la guerra que vivió, de la paz que vivió, de los


 soles y sombras que vivió, sin saber muy bien si está entre los vencedores o los


vencidos. 


Y luego se abre la camisa y enseña la piel, como si ofreciera su pecho a la lava y a


los futuros que están ya aquí o esperan en el sosiego de la hierba nacida una y otra


vez. No se puede negar el tempero. Luego está el tiempo de mies, que ni el poeta ni


nadie sabrá medir y pesar. Ese es el misterio, la seducción quizás.


Todo está en un libro que sobrevivió a la crueldad, donde el oxígeno viajó desde las


moléculas hasta las puertas sin cerraduras. Lo escribió Miguel Ángel Yusta, el único


hombre que aún palpita sin cautividades.


Valentín Martín

Madrid, Febrero de 2022


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