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MIGUEL ÁNGEL YUSTA. REFLEJOS EN UN ESPEJO ROTO. COL ALCALIMA EDICIONES LASTURA
Como sabemos,
uno de los símbolos con los que se asocia al espejo es con la
representación del vacío y, de alguna forma, Miguel Ángel Yusta
(Zaragoza, 1944), al titular así su libro, trata de desmentir esta
asociación, es más, un cristal roto lo que hace es multiplicar la imagen
que refleja, no disolverla en la nada. Esas múltiples reproducciones
tratan en Yusta, a nuestro parecer, de reflejar la fragmentación del
individuo, los muchos yoes que conforman una identidad plagada de dudas y
contradicciones, algo connatural a la experiencia humana, necesarias,
además, para llegar a conocerse. Ya lo dijo Horacio: Quotiens te in speculo videris alterum.
Yusta es un
autor suficientemente experimentado, tanto en la vida como en la
literatura, como para medir bien sus pasos, por eso, a pesar de todos
los sinsabores que la vida, inevitablemente, nos proporciona, confía en
el poder del amor como fuerza capaz de mitigar el dolor de vivir. «Y
siempre está presente un factor determinante que rige y dirige todos nuestros actos: el amor», escribe el autor en las palabras previas.
Con
una llamada baudelairiana a la complicidad del lector comienza este
“Reflejos en un espejo roto”: «La pluma desordena las ideas. / Del
sótano del alma / aparecen palabras / que al escribirlas luego /
pudieran traicionar los pensamientos. / Solo esperan de ti, que las
recorres, / la paciente lectura que les infunda vida». El libro está
dividido en diez secciones y el título de cada una de ellas remite sin
ambages a lo que nos ofrecerán los poemas que lo integran. «Se acabaron
los días luminosos / y, sin saber por qué, fuimos vencidos», resume
«Nostalgia». El tono elegiaco es moneda común en este libro de dicción
clara, que no se enreda en malabarismos verbales para ir directo al
grano, a los motivos de su aflicción, sea el desamor, tema de la segunda
sección («Yo sé que tú te has ido / al lugar de los hielos y el adiós…»)
o el paso del tiempo, que provoca, entre otras muchas desafecciones, la
pena del olvido, asociado en estos versos a la noche, a lo oscuro:
«¿Dónde están los instantes tan fugaces / que, apenas percibidos,
quedaron en lo oscuro?». El olvido suele llevar asociada la soledad,
aunque los restos de la memoria se empeñen en mantener vivo el recuerdo:
«Soledad y vacío tu silencio. / Y, sin embargo, estás», un silencio
que, como escribe Alain Corbis, en muchas ocasiones, y esta es una de
ellas, «es palabra». La incertidumbre alimenta muchos de nuestros actos,
nos acompaña a la hora de tomar decisiones, «La incertidumbre —escribe
Yusta— existe y es certera». Pero, a pesar de ser consciente de eso, el
poeta no levanta el vuelo. Se deja llevar por la abulia y la desolación,
porque «La esperanza ha cerrado nuestros ojos / y se ha disuelto gris
en el olvido».Todo este cúmulo de ansiedad y melancolía, no podía
conducir más que al escepticismo. Yusta parece conocer todas las trampas
que nos tiende el destino y no está dispuesto a dejarse engañar: «Hoy
no puedo escribir si no es con sangre, / viva caligrafía / que se
imprime en el alma sin piedad». Afortunadamente, después de esta
travesía acompañada por la renuncia y la fugacidad vitales, queda un
resquicio, no menor, para la esperanza. Unos versos de Machado que
finalizan así: «… No todo / se lo ha tragado la tierra», encabezan esta
sección, la más extensa del libro. La esperanza no es una ilusión, se ha
amoldado al devenir existencial, se ha aquilatado gracias al filtro de
la experiencia. No hay, no podía haberlo, un optimismo desmedido, porque
«El tiempo nos desnuda / de todos nuestro sueños / cuando el espejo
dicta la sentencia / y atraviesa los años sin piedad». A pesar de todo, hay
lugar para la esperanza. La música, tan presente en la obra de Miguel
Ángel Yusta, un reconocido melómano, ayuda a mirar hacia delante: «La
música nos salva / con mensajes de luz y eternidad».
La coda final
del libro consta de cinco poemas que reflejan —sí, las palabras son
otro espejo, quizá más fidedigno que el de cristal— la derrota, la
constatación de que el paso irreparable del tiempo, la finitud, conduce a
la muerte, aunque en el mundo, en unos versos que recuerdan a Juan
Ramón, «no cambiará nada, / saldrá de nuevo el sol». Somos presencia,
pero una presencia fugaz que aspira a dejar alguna huella de su paso por
la vida. Somos, dice Miguel Ángel Yusta, vacío, silencio, pero,
siguiendo a Quevedo, «silencio de amor esperanzado». La fe en que el
amor es capaz de conceder una especie de inmortalidad a quien lo disfruta,
guía el discurso de este libro doliente y, al mismo tiempo, esperanzado,
escrito desde una rigurosa verdad existencial, que asume con serenidad
las deudas del futuro.
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