Texto de la presentación en Librería Cálamo de Zaragoza de "Pasajero de otoño", por el catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universidad de Zaragoza, Alfredo Saldaña.
NAVEGAR EN
SILENCIO POR LO OSCURO
Miguel Ángel Yusta ha ido
elaborando a lo largo de estos años una obra poética singular
dotada con unas señas de identidad con denominación de origen,
rasgo de estilo que no todos los escritores alcanzan. Con todo, yo no
sé si estamos —si nos ceñimos al libro que hoy presentamos—
ante uno de esos poetas cuya escritura es proyección y consecuencia
de su vida o ante una de esas personas cuya vida es reflejo y
prolongación de su escritura (y trataré de glosar esta
incertidumbre a lo largo de mi intervención en este acto); en todo
caso, me temo que nos encontramos ante uno de esos individuos en los
que vida y obra son manifestaciones inseparables —y a menudo
indistinguibles— de un mismo binomio.
No
es ni mucho menos mi intención presentar aquí, en su ciudad, a
Miguel Ángel Yusta, alguien que ha desarrollado en estas últimas
décadas una importantísima labor como letrista de grabaciones
discográficas, coordinador de numerosas actividades literarias,
columnista en Heraldo de Aragón y poeta. Entre sus libros de
poesía, entre otros, encontramos: Ayer fue sombra (2010
—Aqua— y 2017 —Lastura), Cancionero de coplas aragonesas
(2011, Olifante), Pavesas del silencio y de la espera (2012,
La fragua del trovador), Amar y callar (2013, Sabara), De
silencio y luz (2015, Lastura). Y ahora publica, acompañado de
un iluminador prólogo de Fernando Aínsa, Pasajero de Otoño,
para mí, su mejor libro. Voy a intentar argumentar por qué.
Siempre
me ha llamado la atención la curiosidad y el interés que en todo
momento ha mostrado Miguel Ángel por la literatura, una relación
marcada por la pasión y el rigor. Yo creo que para él la poesía es
palabra que refleja la huella de un tiempo vencido, palabra que lucha
por permanecer en la memoria una vez que ha hecho su trabajo el
arrasador ángel de la historia del que hablara Walter Benjamin,
palabra de arena que trata de resistir los embates del viento,
palabra de agua que desgarra con su grito las venas encendidas de la
tierra. Así, algo de todo esto —y mucho más, por supuesto—
encontramos en esta reveladora y radical entrega poética que hoy
presentamos, donde la palabra encuentra su paraíso innominado entre
los márgenes del poema.
Más allá
del sentido y profundo homenaje implícito a diferentes ciudades y
paisajes que alberga el discurrir de este libro (París, Roma,
Grecia), Pasajero de Otoño
plantea —desde un conocimiento exhaustivo de las grandes corrientes
artísticas y de pensamiento que se han sucedido en Occidente—
algunas de las cuestiones centrales a las que se ha enfrentado la
escritura poética a lo largo de su historia. Aquí la palabra es
desafío del lenguaje a la posibilidad de su propia extinción,
acontecimiento que se disuelve en la imagen que lo genera —y en
este sentido cabe hablar tanto de imágenes poéticas como de
imágenes visuales, plásticas—, palabra que versa sobre esa
inefabilidad propia de cierta poesía, esa actitud entregada y
valiente que consiste en llegar hasta el fondo de un agujero para
hablar desde ahí, desde ese lugar —como se lee en el poema que
abre el libro— ubicado «en las orillas de la duda / entre el sol y
la muerte» (p. 25) donde se encuentra ese organillero solitario cuya
música —como ocurre con la del trompetista del metro— ya nadie
escucha. Desde luego, el viaje —como muy bien señala Fernando
Aínsa en el prólogo— es un motivo vehicular y estructural en el
libro. Miguel Ángel incorpora a su imaginario algunos lugares más o
menos conocidos de la tradición pero, en este caso, lo relevante,
para mí, es la actitud con la que se afronta esa experiencia y el
reconocimiento de que lo verdaderamente singular y extraordinario de
ese acontecimiento no se encuentra en el destino —«tocar el
cielo», por ejemplo, como se afirma en el preludio de este libro—
sino en el propio viaje.
Pasajero
de Otoño apuesta claramente por un
decir repleto de música y de referencias intertextuales a otros
ámbitos artísticos y en el que la máxima significación se halla
en el hecho mismo de decir. Su autor ha viajado por senderos
por donde solo son capaces de transitar aquellas personas que intuyen
que para encontrarse antes hay que perderse. Un
viaje —acompasado con el ritmo de una personal y sugerente banda
sonora— que implica en todo caso un recorrido sentimental e
ideológico por algunos de los principales escenarios —rincones,
calles, plazas, teatros y museos, etc.— por los que el sujeto
poético ha transitado a lo largo de los años, un viaje que supone
pérdida y ganancia, olvidos y encuentros, y que acaba resumiéndose
—como se lee en el memorable poema que cierra el poemario— en ese
silencio que se escucha «por lo oscuro» cuando se navega a la
espera «del profundo arañazo de la Dama» (p. 91), ese silencio que
podría funcionar muy bien como metáfora de esa música infinita y
total que permite al sujeto buscarse entre las sombras y disolverse
entre la nada para siempre. En ese sentido, estos poemas —escritos
algunos de ellos en primera persona y en los que se recrean, desde
una cierta distancia, anécdotas y situaciones del imaginario vital
del propio poeta— tienen algo de homenaje a un universo personal y
colectivo que el autor ha querido retratar. La vida, como la
escritura, es un viaje al corazón de la noche, donde aguarda el
secreto del poema, la sensación de un sentimiento de pérdida. En
«Palais Garnier» leemos: «Estoy otra vez sentado en la oscuridad.
/ En una blanda oscuridad acompasada. / El tiempo se detiene en los
dorados y en las lámparas, / en los terciopelos rojos que saben de
pieles adormecidas. / Tengo miedo» (p. 35).
Yo creo que Miguel Ángel Yusta
sabe muy bien que los viajes que importan suceden siempre en lo más
hondo de uno mismo, guiados por esos «ojos sedientos de luz» (p.
36), como leemos en otro poema de este libro. Y en ese proceso —que
no es sino un movimiento de aprendizaje, un viaje de conocimiento—
la voz poética ha sabido desprenderse de lo accesorio y lo superfluo
y partir a la búsqueda de lo esencial, hacia el encuentro de la raíz
de las cosas. Eso es, sobre todo, Pasajero de Otoño, poesía
que se enriquece conforme pierde elementos, tejida a golpes de
libertad contra la mudez de la piedra y el sinsentido del ruido,
poesía elaborada desde la conciencia de la pobreza y de la pérdida.
Miguel Ángel Yusta plantea de este modo un escenario poético e
imaginario en el que el paisaje natural ha sido trascendido por la
sugerente plasticidad de las imágenes poéticas empleadas, un
escenario —decía— en el que emerge una voz singular y
extremadamente autoconsciente del trabajo llevado a cabo, una voz que
ha sabido horadar en las hendiduras e intersticios del lenguaje y que
aflora a la búsqueda de lo esencial, en ese viaje en el que solo se
ve acompañado por su «sombra / de viajero sin nombre» (p. 81),
como leemos en el poema que da título al libro, probablemente, como
sugiere Fernando Aínsa en su prólogo, el más compacto de todos los
que lo conforman.
Pasajero de Otoño recoge
dos grandes motivos de la literatura universal, y ambos
interrelacionados: los motivos de la pérdida y de la búsqueda; todo
canto poético surge de una tensión o una insatisfacción y de la
necesidad de cubrir esa falta con la conquista de un nuevo horizonte.
Podría decirse, después de todo, que esta obra poetiza el conflicto
del vaciamiento que adquiere imagen en la conciencia del propio viaje
donde se entrecruzan la realidad y la ilusión y que, sin
pretenderlo, nos enseña al final que toda pérdida conlleva una
ganancia. No hay desafío mayor que este que Miguel Ángel Yusta
afronta en este singular libro —el mejor, para mí, repito, de
todos los que ha escrito— y ese reto consiste en agujerear las
cimas del pensamiento hasta dar con la profundidad del verbo, ese
lugar donde esa palabra de música que es la poesía se disuelve en
su silencio (la música, lo anoto tan solo entre paréntesis,
desempeña una función central como hilo conductor y elemento de
cohesión a lo largo de todo el libro); el autor de esta obra ha
comprendido aquello que la poesía tiene de radical y esencial: la
puesta en juego de la palabra, la vida, asumiendo el riesgo de la
pérdida. Miguel Ángel Yusta nos ha entregado un gran libro.
Alfredo Saldaña
Miguel Ángel Yusta, Pasajero
de Otoño, Madrid, Huerga y Fierro editores, 2018.
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