“Pasajero de otoño” sugiere de manera inevitable melancolía, añoranza y trayecto final. En el último poema, “Ligero de equipaje”, el poeta anuncia que se marchará «a la luz tenue del ocaso/ en la góndola llena/ de todos los recuerdos», y aguardará paciente «el resplandor/ del profundo arañazo de la Dama…».
Enlaza temáticamente con el reeditado “Ayer fue sombra”, que es un recorrido por la memoria de la niñez y la juventud. Y no es casualidad que la foto de cubierta de “Pasajero de otoño” sea la de unas vías de tren que se pierden en la niebla. El tren es un elemento recurrente, a la vez real y metafórico: «Trenes de vagones de madera», «que pasaban cercanos a mi casa», de los recuerdos de infancia; trenes en la «Gare d’Austerlitz»; el «Metro de París, Línea 6». Pero también el tren como símbolo del viaje de la vida: «Llega el ocaso como un fantasma azul./ Se hace largo ya el viaje/ lleno de noches largas y silentes/ que asfixian soledades presentidas»; «¿Por qué me asalta siempre ese recuerdo/ de los días de negra incertidumbre/ cuando el viaje se acerca a su final?» «Pasajero de otoño,/ viajero sin destino./ Se ha quedado vacía la estación/ y tal vez aparcado en vía muerta,/ olvidado el orgullo, el vagón de mis sueños».
No puedo evitar la evocación de Ulises, y menos cuando el propio autor nos lo trae de forma directa durante su viaje a Grecia y al final de su primer poema (“Preludio”): «Nunca jamás querré viajar a Ítaca». Y me resulta obligado citar al poeta Carlos Vaquerizo, en “Recuerdo (II)”: «Una sirena: tú,/ Yo, atado todavía/ al mástil del recuerdo»; como él, Miguel Ángel Yusta está atado a sus recuerdos para no perder el rumbo frente a las asechanzas de las hijas de Aqueloo. Y también quiero citar a Juan Ramón Barat, en “Todos los destinos se llaman Ítaca”: «No escuches las sirenas perversas» (a las que no me atrevo a identificar desvelando la metáfora).
Pero, como dice Encarnación Pisonero, Ulises no sería Ulises si no hubiera escuchado los cantos de sirenas, pues sólo dejándose arrullar con la música de mares sin nombre se puede conquistar todo imposible. El viaje de Miguel Ángel Yusta, sin duda ha sido como el que recomendaba Kavafis (“Ítaca”): «Si vas a emprender el viaje hacia Ítaca,/ pide que tu camino sea largo,/ rico en experiencias, en conocimiento».
Tal vez ya no haya una Penélope y, por eso, el poeta escribe: «Mi manos no son ciertas/ […] Solo quieren dormir sobre el regazo/ de la madre que a todos nos acoge». Porque regresar, como alguien dijo, es morir un poco. O quizás Miguel Ángel Yusta sea como el Odiseo borgiano, cuya patria es el viaje mismo y no Ítaca, cuyas arenas son de otro mar que quizás ya no existe.
Costaría sobreponerse a tanta melancolía, de no ser por la fuerza del amor «pues ningún edificio se derrumba/ si el buril del amor fue su arquitecto», y de ese amor esencial hay mucho en los poemas de “Pasajero de otoño”, «porque donde hubo amor en llama viva/ aún mantiene un rescoldo la memoria» La gran paradoja es que la muerte no puede vencer al amor y al recuerdo (diría que tampoco a la fe, pero no en estas líneas); y traigo a la memoria las mejores palabras de consuelo para alguien muy querido que se nos iba: «Aunque el mundo cambie ahora, mi amor, no tengas miedo; te amamos, te amamos. No vas a desaparecer: estamos aquí contigo; estaremos siempre contigo».
Si Pasajero de otoño fuese una tesis, contestaría con un poema de Aurora Luque: «Cómo decirle al tiempo que el otoño es mentira/ y que la vida puede valer lo que una noche/ de julio solamente porque tuvo el deseo/ el ardor excesivo de una piel de sirena».
Pero no es una tesis, sino una preciosísima colección de poemas.
Alicia M. K.
*Alicia Mendoza Krauss es filóloga ( hispánica y Clásica) y poeta.
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