YUSTA CONTRA ORTEGA, CONTRA FRANCO Y CON MARISA
Miguel Ángel Yusta viene del tiempo de los candiles, como yo. Se ha enamorado en el cine de las mujeres malas, como
yo. Y ahora que por fin hemos aprendido a distinguir el día y la noche,
cuando menos nos importa, hemos acabado lo dos en feisbu. Qué cosas.
Acabo de leer su libro “Ayer fue sombra”, publicado por LASTURA, y me he visto. Con la vejez no te llega necesariamente la presbicia, sino que si andas bien de memoria tienes a tu alcance la lucidez del pasado tal como fue y no como nos lo contaron en la escuela.
Hay una diferencia -no sé si grande o pequeña- entre Miguel Ángel y yo. Bueno, a decir verdad hay bastantes diferencias formales que si nos escarbas, desaparecen. Pero a la vista están: él tiene nombre de poeta y yo de metalúrgico; él es de capital y yo de pueblo; él tuvo radio de chico y yo no.
Y no sé si tuvo tantos rumores de viento a su alrededor como yo. A falta de radio, a falta de hermanos con quien jugar, yo me subía al sobrao que es como llamábamos en el pueblo a los desvanes. Y allí, entre los chorizos de la matanza que colgaban del techo, abría los cajones llenos de libros del abuelo Faco, al que nunca conocí porque se murió muy joven de tanto caldo de gallina dentro del papel de fumar.
Así que mientras los de la capital leían “Pulgarcito”, yo me sabía de memoria “La Malquerida”. En pleno nacionalcatolicismo, en un pueblo a quinientos kilómetros de la vida, los hijos de noche y hombre a los 7 años ya nos codeábamos con Benavente.
Ser de pueblo tiene sus ventajas. La primera, sentirte libre. Otra, no asombrarse por nada. (Por ejemplo, mi abuelo Faco, que estuvo mucho tiempo cojo por un exceso de inteligencia. La primera vez que lo conté en el Ateneo de Madrid con Agustín García Calvo como testigo, todos me miraron raro. En el pueblo nadie se paró a considerar la cojera del abuelo Faco).
Ser de pueblo te obligaba a algunas costumbres que ni podías ni debías saltarte.
Si las campanas doblaban a muerto, todos nos parábamos un instante y nos santiguábamos. Estuviésemos en la cocina, en la botica, en la calle, en las besanas, no suprimías nunca ese gesto. Luego ya habría ocasión de preguntar quién era el muerto. Al muerto le debíamos ese minuto de quietud, lo de santiguarse es por si nos veía la guardia civil.
¿Qué tiene que ver todo esto con “Ayer fue sombra” de Miguel Ángel Yusta? Pues mucho. O todo. Lo mío y lo que él dice en sus poemas es lo mismo, dos vidas que ya se ha visto no fueron paralelas sino casi gemelares con trajes diferentes. Qué bien cuenta Yusta aquellos abismos, donde parece que no ocurría nada y ocurría todo: la asfixia.
El libro empieza dándome la razón, ya veis que no hablo de oído. Contradice a Ortega y Gasset cuando afirmaba que no hay que mezclar la poesía y la vida. Miguel Ángel Yusta lo hace en “Ayer fue sombra” y resulta que son lo mismo.
El poemario de Yusta es genuinamente costumbrista. Pero también es una bomba de relojería. Porque a un dictador que escribe con sangre y hambre la historia no le importa si le hacen cardenal o no, lo que no quiere es que se sepa su condición de cabronazo. Y Miguel Ángel Yusta en “Ayer fue sombra” delata tantas muertes gratis y grises, tanta suma de miedos y tristezas, que parece que un escuadrón furtivo vestido de inviernos hubiesen invadido todas las aldeas hasta acabar con la posibilidad blanca de la risa.
En “Ayer fue sombra” hay una avanzadilla que se llama Marisa Peña. O sea, una miliciana. Porque nos han mentido tanto en este país (y lo siguen haciendo) que nos han hecho creer que una miliciana es Ana Belén con escopeta. Qué memez.
Cuando Marwan vendió 25.000 ejemplares de un libro de poemas que forraba el escaparate de la librería más grande de Madrid, en plena Gran Vía, el palestino de Aluche se encargó de rebajarme la euforia. “No hay que engañarse -dijo- yo vendo libros de poesía porque soy músico”.
Tal vez tenga razón en cuanto a la difusión, pero que no se engañe él tampoco porque este país se salva por las jóvenes Marisa Peña o nos vamos todos definitivamente a la mierda. Que existan Yustas que den testimonio de los candiles de antaño parece natural, aunque la ley del silencio o la indiferencia sigan siendo más cómodas.
La esperanza vuelve a nacer cuando te enteras de que dejas a tus nietos cada mañana en las Marisa Peña, que saben que los dejamos en sus manos como sus hijos.
Marisa Peña se asoma a “Ayer fue sombra” para decir que existe y que lo sabe. Y entonces la memoria parece a salvo y más grande, anuncia una mañana, un abrazo satisfecho, y muchas ganas de volar.
Y cierro esta epístola con el mismo nombre que lo empecé: Ortega. Fue un referente moral y a mí me repugnan los referentes morales. Tal vez sabía enseñar a vivir, lo que nunca supo es que nadie tiene derecho a ejercer esa tiranía -aunque sea benigna- sobre los demás. Echó a un rey que se llevó 1.000 millones de pesetas de las de entonces, y no se paró en barras pretendiendo dirigir la conducta republicana, en aquella España de toreros y poetas.
Y lo peor de todo: cuando le invitaron a condenar el golpe de Estado de Franco, se negó. Y huyó.
Lo mejor: que tuvo un hijo fundador de “El País”, un gran periódico hasta que cayó en el catolicismo de Soraya para salvarse de los bancos y su inquisición.
(Tampoco es desdeñable que Ortega y Gasset, tan viajado, tuviese una nuera francesa que cocinaba muy bien).
Acabo de leer su libro “Ayer fue sombra”, publicado por LASTURA, y me he visto. Con la vejez no te llega necesariamente la presbicia, sino que si andas bien de memoria tienes a tu alcance la lucidez del pasado tal como fue y no como nos lo contaron en la escuela.
Hay una diferencia -no sé si grande o pequeña- entre Miguel Ángel y yo. Bueno, a decir verdad hay bastantes diferencias formales que si nos escarbas, desaparecen. Pero a la vista están: él tiene nombre de poeta y yo de metalúrgico; él es de capital y yo de pueblo; él tuvo radio de chico y yo no.
Y no sé si tuvo tantos rumores de viento a su alrededor como yo. A falta de radio, a falta de hermanos con quien jugar, yo me subía al sobrao que es como llamábamos en el pueblo a los desvanes. Y allí, entre los chorizos de la matanza que colgaban del techo, abría los cajones llenos de libros del abuelo Faco, al que nunca conocí porque se murió muy joven de tanto caldo de gallina dentro del papel de fumar.
Así que mientras los de la capital leían “Pulgarcito”, yo me sabía de memoria “La Malquerida”. En pleno nacionalcatolicismo, en un pueblo a quinientos kilómetros de la vida, los hijos de noche y hombre a los 7 años ya nos codeábamos con Benavente.
Ser de pueblo tiene sus ventajas. La primera, sentirte libre. Otra, no asombrarse por nada. (Por ejemplo, mi abuelo Faco, que estuvo mucho tiempo cojo por un exceso de inteligencia. La primera vez que lo conté en el Ateneo de Madrid con Agustín García Calvo como testigo, todos me miraron raro. En el pueblo nadie se paró a considerar la cojera del abuelo Faco).
Ser de pueblo te obligaba a algunas costumbres que ni podías ni debías saltarte.
Si las campanas doblaban a muerto, todos nos parábamos un instante y nos santiguábamos. Estuviésemos en la cocina, en la botica, en la calle, en las besanas, no suprimías nunca ese gesto. Luego ya habría ocasión de preguntar quién era el muerto. Al muerto le debíamos ese minuto de quietud, lo de santiguarse es por si nos veía la guardia civil.
¿Qué tiene que ver todo esto con “Ayer fue sombra” de Miguel Ángel Yusta? Pues mucho. O todo. Lo mío y lo que él dice en sus poemas es lo mismo, dos vidas que ya se ha visto no fueron paralelas sino casi gemelares con trajes diferentes. Qué bien cuenta Yusta aquellos abismos, donde parece que no ocurría nada y ocurría todo: la asfixia.
El libro empieza dándome la razón, ya veis que no hablo de oído. Contradice a Ortega y Gasset cuando afirmaba que no hay que mezclar la poesía y la vida. Miguel Ángel Yusta lo hace en “Ayer fue sombra” y resulta que son lo mismo.
El poemario de Yusta es genuinamente costumbrista. Pero también es una bomba de relojería. Porque a un dictador que escribe con sangre y hambre la historia no le importa si le hacen cardenal o no, lo que no quiere es que se sepa su condición de cabronazo. Y Miguel Ángel Yusta en “Ayer fue sombra” delata tantas muertes gratis y grises, tanta suma de miedos y tristezas, que parece que un escuadrón furtivo vestido de inviernos hubiesen invadido todas las aldeas hasta acabar con la posibilidad blanca de la risa.
En “Ayer fue sombra” hay una avanzadilla que se llama Marisa Peña. O sea, una miliciana. Porque nos han mentido tanto en este país (y lo siguen haciendo) que nos han hecho creer que una miliciana es Ana Belén con escopeta. Qué memez.
Cuando Marwan vendió 25.000 ejemplares de un libro de poemas que forraba el escaparate de la librería más grande de Madrid, en plena Gran Vía, el palestino de Aluche se encargó de rebajarme la euforia. “No hay que engañarse -dijo- yo vendo libros de poesía porque soy músico”.
Tal vez tenga razón en cuanto a la difusión, pero que no se engañe él tampoco porque este país se salva por las jóvenes Marisa Peña o nos vamos todos definitivamente a la mierda. Que existan Yustas que den testimonio de los candiles de antaño parece natural, aunque la ley del silencio o la indiferencia sigan siendo más cómodas.
La esperanza vuelve a nacer cuando te enteras de que dejas a tus nietos cada mañana en las Marisa Peña, que saben que los dejamos en sus manos como sus hijos.
Marisa Peña se asoma a “Ayer fue sombra” para decir que existe y que lo sabe. Y entonces la memoria parece a salvo y más grande, anuncia una mañana, un abrazo satisfecho, y muchas ganas de volar.
Y cierro esta epístola con el mismo nombre que lo empecé: Ortega. Fue un referente moral y a mí me repugnan los referentes morales. Tal vez sabía enseñar a vivir, lo que nunca supo es que nadie tiene derecho a ejercer esa tiranía -aunque sea benigna- sobre los demás. Echó a un rey que se llevó 1.000 millones de pesetas de las de entonces, y no se paró en barras pretendiendo dirigir la conducta republicana, en aquella España de toreros y poetas.
Y lo peor de todo: cuando le invitaron a condenar el golpe de Estado de Franco, se negó. Y huyó.
Lo mejor: que tuvo un hijo fundador de “El País”, un gran periódico hasta que cayó en el catolicismo de Soraya para salvarse de los bancos y su inquisición.
(Tampoco es desdeñable que Ortega y Gasset, tan viajado, tuviese una nuera francesa que cocinaba muy bien).
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