Ortega
y Gasset titula «La aparición del otro» una de las lecciones que
recoge en El hombre
y la gente. En
algunas cuestiones vitales soy adepto a Ortega; por ejemplo, en
ésta, que aborda el problema del otro ser humano frente al Yo. Y lo
aborda, en efecto, como un «problema», como un conflicto. No es la
primera vez que manifiesto esta circunstancia ya clásica de las
exégesis críticas literarias (que, por otra parte, proceden de
Nietzsche y nadie lo dice). Me refiero a ese concepto de la
«otredad», de vasta difusión entre la crítica a partir de los
sesenta y cuya génesis (además de Nietzsche, repito) encuentra
fundamento en el «Je est un autre» de Rimbaud o en el más cercano
«Viver è ser outro de Pessoa». Prefiero yo llamarlo esquizofrenia
porque, aun siendo un término metonímico, refleja mejor lo que no
sólo al escritor le sucede permanentemente en su vida; no sólo al
escritor, digo, sino a cualquier individuo y cualquiera que sea su
tarea en la vida.
¿Y
por qué este preámbulo? Pues porque no me resisto a incluir la
poesía de Miguel Ángel Yusta en ese contexto esquizoidal y porque a
Yusta, como poeta que es, le afecta de manera más profunda. Tampoco
me resisto a hablar de una existencia otra: la que fija la etimología
como ex-ister.
Y es que, en efecto, existir significa propiamente «salir»,
«brotar», «surgir» y no lo que la arbitrariedad terminológica
quiso –y pudo, a lo que parece- asignar allá por los años 20 del
siglo XX como el modo de ser del hombre, de manera que hoy «existir»
y «existencia» designan un carácter, una forma de comportarse el
hombre en la sociedad. Sin embargo, es precisamente «vivir» (que es
lo contrario a existir) lo que otorga carácter verdadero al ser
humano. Y ese ser humano, querámoslo o no, es siempre Yo, con
mayúscula; es decir, el yo
que es cada cual.
He
llegado hasta aquí para advertir ahora de inmediato que muy pocos
tan radicalmente Yo, muy pocos tan radicalmente vivos en ese Yo como
Miguel Ángel Yusta. Estos 20 + 1 ponen de manifiesto lo que digo
porque representan un mosaico (corto, bien es cierto) de su recorrido
por la vida extraído de once de sus títulos monográficos. Y no
sólo por la vida, sino por la realidad radical que la rodea. Frente
a esta radicalidad, Yusta no opondrá un yo estático, ese que
proclama Descartes en su célebre y ontológico autorretrato: Moi
qui ne suis qu’une chose qui pense,
sino que lo hará a partir del bien fundado axioma de otro galo
inteligente: Nous ne
pensons jamais que ce que nous pensons cache ce que nous sommes.
Este «jamás pensamos que lo que pensamos oculta lo que somos»
rubricado por Valéry es lo que a la postre pone en marcha todo el
mecanismo revelador del Yo para mostrarse vivo frente al Otro. Y ese
Otro no es sólo nosotros, receptores del desenmascaramiento del
poeta en sus versos; ese Otro es también el propio poeta que sale de
sí mismo (es decir, que existe
de sí mismo) y se autorretrata en sus poemas, tal cual lo evidencia
en ese «Quejido ronco de tambores», una silva asonantada en la que
su «figura evanescente», como larva, le hace vagar sin sentido. Es
ahí, en ese espagard doloroso entre lo que se es y lo que existe (lo
repito: entre lo que se vive y lo que surge de súbito, aparece, o se
muestra acaso como una phantasma, como diría Juan Rufo) donde tiene
lugar la tensión de un Yo en conflicto. Miguel Ángel Yusta ha
querido mostrarnos en este libro unas cuantas pinceladas de su vida
en sus también diversas circunstancias, pero seríamos muy ingenuos
si pensáramos que esta muestra es su vida misma. No, no es así
porque, a pesar de que la vida sea la causa de la movilización
estética, estamos hablando de literatura o, lo que es lo mismo, de
un embaimiento que trata de superar lo que precisamente el vitalismo
llamaba «habitualidad», lugar donde se inscribe la vida como
realidad radical del cada uno de los Yoes. Para escapar y trascender
esa habitualidad Miguel ángel Yusta se va a París, a su amado
París, muy amado, desde luego, por cuanto, como descriptor de su
fisonomía divina y humana, le dedica tres textos iconográficos, el
15 % del total de esos casi 20 poemas de amor y una copla casi
desesperada. Porque, efectivamente, otra vez huye Yusta de la
habitualidad enamorándose, o haciendo que el amor transite por el
más allá del más acá que es su realidad habitual. Para abandonar
la habitualidad Miguel Ángel Yusta echa mano de la memoria, vuelve
casi al útero adoptando la posición natural del neonato; para huir
de la habitualidad recoge en frasquitos esenciales la suma de las
horas vividas durante su paso por el tiempo. Vemos cómo, por
ejemplo, en el poema «El Sena» este prosopopéyico río «Por la
noche... parece un inmenso gusano dormido» que «gira sobre sí
mismo tantas veces porque quizá no quiera marcharse de París». La
acentuación simétrica del soneto «Quisiera ser el amo de tu sueño»
se rinde a la armonía de los corazones enamorados con una entrega
incondicional, mientras que el poema «Introito» alberga ese anhelo
más que rilkeano de regreso a la infancia; diríamos mejor que
alberga un deseo de incisión en el plano temporal cuyo vector es
naturalmente la memoria. No es el único poema que profundiza en ese
asunto central de —me atrevo a decir— toda la literatura
universal; «Han pasado los días» es otro texto que trata de
redimir el tiempo en la actualización recordatoria de los muertos
más queridos. Por fin, sí, el escepticismo desalentador del poeta
herido y restañado aparece en aquella copla que citaba y que alude a
este plural indefinido, pero plural mayustático: «Dicen amor y es
deseo, / dicen te quiero y es nada, / dicen demasiadas veces /
palabras, sólo palabras. //»
Sostuvo
siempre Ortega y Gasset que la poesía es un modo del conocimiento,
o, dicho con otras palabras, que lo dicho por la poesía es verdad.
Así como dije al principio estar de acuerdo con Ortega en algunas
cuestiones vitales, como la del conflicto del Yo frente al Otro, no
lo estoy en esta que acabo de citar. La poesía, aunque sea un modo
de conocimiento, no necesariamente es verdad; más bien aspira a la
verdad y, en esta aspiración, la poesía sería verosímil; es
decir: un símil de la verdad, algo parecido a la verdad. Lo dicho
sirve para ese lado al que Yusta también se inclina en sus versos:
el lado de la reflexión descriptiva, el lado de la absorción
conceptual. Pero esto no es malo, ni mucho menos. Es, sencillamente
distinto a lo ideal sin que por ello estos caracteres estéticos
dejen de ser aspirantes a una verdad modélica desde el punto de
vista de la poesía como fiel reflejo de la vida. Diríamos que este
otro talante se adhiere a la filosofía crítica respecto a la
manifestación de un desacuerdo con la vida convencional, crítica
que el poeta se ve impelido a hacer de vez en cuando para que su
inexorable soledad la juzgue. Así, por ejemplo, en estos versos:
«Después vendrá el silencio de lo oscuro, / se perderán caminos
en la noche. / Se borrará tu huella / y yo me quedaré deshabitado.
/ Solo. //»
El valor a
veces narrativo de Miguel Ángel Yusta radica en su dominio para la
creación de atmósferas, para la definición de ámbitos; posee la
seguridad de quien deja en suspenso la importancia de lo conocido
para trascender por medio de sus versos este límite y alcanzar lo
que ha de conocerse, lo que nos es dado conocer. George Bataille
llamaba a este gesto así estructurado «el extremo de lo posible»,
y lo llamaba así porque cualquier otro camino que pudiera tomarse,
indicador consciente del fracaso, conducía a la neurosis (lo que el
propio Bataille llamó «la vía oblicua»). La palabra de Yusta no
es neurótica; la palabra de Yusta no es oblicua; antes al contrario,
ha calculado la trascendencia de su gesto hasta hacerse cargo (porque
su verbo fue primero humano) de que su prosecución poética debía
señalarnos aquel límite: el extremo de lo
posible. Nosotros, lectores, desde ese mismo
momento sabemos que es así y, además de constatarlo, admiramos que
así sea.
¿Y qué es
lo que evidencia ese gesto? Pues lo que sucede a veces —sólo a
veces—: la naturaleza se sirve de un mediador: lo elige de entre
muchos con rigurosos criterios de selección para rendirle pleitesía
mediante el tamiz del ser
(no del estar, no del parecer); es decir, a través de aquello que
constituye la esencialidad de la mirada que se echa sobre lo que se
mira y cuyo relato reúne los factores que determinan su hermosura:
la emoción distintiva, la resolución diversa de una misma realidad
para trascenderla, algo, en fin, que une muy íntimamente a Yusta con
su poesía: la lírica —repentina destilación de un complejo mundo
de conceptos, concepciones, ideas, emociones tendidas, en tensión,
agónicas, resuexcitantes, símbolos cardinales...— que se presenta
en imagen bien definida y halla marco precioso en su palabra. Leamos:
«Una gota traza un suave
camino, / sin contacto posible, hacia mi mano. / Mis dedos han dejado
/ que se convierta en luz. //» Y también: «Existe un mar sin
brumas ni tinieblas, / vacío de memoria, /donde las olas cantan el
olvido. //»
Es
verdad que en los pocos textos de esta antología apenas puede
vislumbrarse una vida atendida por la palabra y, en consecuencia, la
recomendación que, como censor hoy aquí, me permito hacer es que su
diversidad morfológica presenta sólo registros formales; sin
embargo, difumina el carácter, el hondo arriate del que la poesía
de Yusta se sirve para caminar por los corazones como lo hace la
lluvia cuando se precipita en los hontanares. Disponemos con ello de
un perfil grueso, pero se nos hurtan las sutilezas de los rasgos
definidores de su belleza.
Toda
la hermosura de la poesía de Miguel Ángel Yusta hay que conocerla a
través de aquellos títulos de donde se ha extraído éste de hoy y
yo, como lector de su Ayer
fue sombra, de El
camino de tu nombre,
de Amar y callar,
de Silencio y luz
y otros tantos, quiero constatarlo.
Recibí
de un amigo el miércoles pasado un libro de poemas titulado El
arte de los sueños.
Y «todo el mundo sabe —nos advertía Gérard de Nerval— que en
los sueños nunca se ve el sol». «En las horas de las largas noches
/ durmió el poema hasta llegar la aurora», nos dice Yusta; y en
otro poema, refiriéndose a sus obras incompletas, añade que
«esperan algún día la luz renovadora, la magia que las toque y las
despierte».
Concluiré
con Antonio Machado: «Tras el vivir y el soñar, / está lo que más
importa: / despertar.»
Manuel
Martínez Forega
Zaragoza,
21 de febrero de 2014
1 comentario:
magnífica reseña.
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