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miércoles, 30 de octubre de 2013

AMAR Y CALLAR presentado por Fernando Aínsa

 

El amor salvado por la poesía

“A las palabras de amor
les sienta bien su poquito
de exageración”
Antonio Machado
Canciones de varias tierras

El poeta Eugenio Montejo —autor de Papiros amorosos (Pre-textos, 2002)— afirmaba que “siempre necesitamos decir de nuevo las palabras de amor, buscar nuevas entonaciones”. Sin embargo, advertía a continuación que los poemas de amor plantean muchos riesgos y exigían “mucha sabiduría verbal”, porque “un poema de amor plantea el riesgo de la nadería y el lugar común”, especialmente después de las grandes lecciones poéticas de Pablo Neruda y Pedro Salinas.
Al leer Amar y callar de Miguel Ángel Yusta he recordado estas palabras del autor de Partitura de la cigarra (1999) y en la perspectiva de esta presentación he decidido ser cauto. Hablamos de un tema serio —el amor— sobre el que mucho se ha escrito y sobre el que es muy difícil ser original, aunque nuestro poeta Yusta lo ha colonizado con entusiasmo desbordado y una generosa panoplia metafórica en Senderos de amor y olvido (2008) y El camino de tu nombre (2011) y, en forma más contenida y circunspecta, en Pavesas (2012).
Tema central de su poesía, —como de la de sus colegas transversores Fernando Sarría y Fran Picón y el Manuel Forega de Labios— Yusta sabe que es difícil que el amor absoluto exista y rara vez, cuando se conquista, que sea duradero y recíproco. La tragedia del amor, eterna como el ser humano, es que muy pocas veces es total y menos “eterno”, aunque pueda decirse que la mera “esperanza de enamorarse” da confianza a la vida. Y cuando logra la plenitud ésta dura poco. Ideal que no se alcanza y si se alcanza huye, ese “fuego que nos transporta lejos” que poetizara Goethe. El drama del amor debe su patetismo a las resistencias que tiene que vencer, a todo aquello que lo humilla, lo acongoja, alegra y desalienta y ha contenido siempre un elemento perturbador que sólo la poesía refleja. ¡Y qué mejor ejemplo que el de Verlaine cuando exclama en Amour: “Tengo furor de amar. ¿Qué hacer, entonces?”!
Un espasmo, un instante con vocación de infinito
“Que yo sienta el placer de tu placer/ Que el tiempo de la entrega sea infinito…”—nos dice Yusta en Amar y callar— sabiendo que el amor realizado es siempre atributo de un instante, aunque aspire a ser un sacramento de eternidad. Ya lo decía Oscar Wilde en De profundis: “El amor es un sacramento que debería recibirse de rodillas”. Si esa aspiración fuera posible —añadimos nosotros— se rozaría un estado beatífico, más allá del éxtasis momentáneo que el amor procura, que suele derretirse como la cera de una vela alimentada por su propio fuego. Y tal vez sea mejor así —como sugiere Jean Guitton en Ensayo sobre el amor humano— porque si permaneciera en el tiempo con la misma intensidad, la fuerza de la sorpresa inicial, la sacudida que provoca descubrirlo se erosionaría, desgaste que se torna rutina, como sucede en el amor conyugal, a todo lo más trascendido en ternura y comprensión. La perfección del comienzo, una vez culminada, una vez que ha tomado forma, se diluye. Solamente en un nuevo comienzo —tal vez, otro amor— podrá encontrar una renovada perfección.
Sabe nuestro poeta Yusta que ese instante en que el amor se revela cumple además de su función sensible una función cognoscitiva de iluminación. Como el relámpago que ilumina en la penumbra una realidad desconocida, la función del instante amoroso sirve para expresar el paso de una ignorancia a un conocimiento, de una pasividad a una forma de plenitud vital. En la medida en que ese instante permite una “salida del tiempo”, el amor forma también parte de un suplicio consentido, de un fracaso aceptable, en la medida en que no es buscado y es fruto de un encuentro azaroso. “El querer no es elección,/ porque ha de ser accidente”, ya nos dijo Lope de Vega en El caballero del milagro.
Es cierto: el amor es inicialmente el fruto de un instante; aquel en que se produce un espasmo y en que la exaltación logra su timbre más agudo. Luego, espasmo y exaltación, se agotan en sí mismos, ya que no podrá trascender la condición frágil del instante en aras de una ansiada eternidad —el ansiado amor eterno— aunque se intuya que lo eterno se inscribe en el tiempo a través de ese solo instante privilegiado. Y éste es el único modo de sacar al amor de lo ordinario y familiar, de lo biológico y convencional para trascenderlo hacia los planos en que se significa.
El único modo de conservar ese instante privilegiado es por la poesía. El amor como materia prima del poema que inspira, se compone, se recita y se quiere. Ese ritmo de la poesía podría garantizar su concreción, pero Yusta prefiere manejar las mismas claves poéticas que lo desmienten: la imposibilidad de fijar ese instante, lo irrecuperable del pasado, aun reconstruido. Esta imposibilidad no es menos poética que haber hecho posible el amor, rodeando al instante de las garantías que la vida no da nunca: pero es poesía de tormento y no de plenitud, de dolor y no de serenidad.
De ahí la importancia de la memoria, la única que permite que un instante pueda parecer infinito. Rodear al amor, en el momento en que se realiza, de tales atributo de belleza y poesía que pueda encontrar allí la medida de su propia liturgia: repetirse, para conservarse como un raro talismán. La palabra amor —nos advierte Yusta— la pronunciará “deshaciendo las letras,/ en oración de amor definitiva”.
La condición efímera del amor persigue a nuestro poeta que sabe que muchas veces lo que llamamos amor no es más que ternura, deseo, satisfacción del orgullo, sentimiento de posesión, incluso banalidad y rutina.
Y el mar. De repente”
Pero hay más en Amar y callar: hay pasión y sexo. Una pasión donde la presencia del mar es un leit-motiv de connotación erótica. “Y el mar. De repente” —nos dice el poeta desde el inicio— para evocar un “ocaso de mar embravecido” dibujado en un pubis “devoto” y anunciar que “camino por tus sendas de mares y de espumas/ como la bestia fiel que defiende su presa./ Las olas agitadas de un deseo infinito/ me llevan implacables a tu centro extenuado.” Tras deambular por calles que le “parecen mares ennegrecidos/ con náufragos de bruma derrotados”, siente que se detiene el tiempo, surge la pregunta: “tan solo el mar presenta sus respuestas/ y el hombre se refugia en la casa del miedo”. Un refugio que no impide descubrir que “Ahora que por fin/ sé de verdad quién eres/ me paseo de nuevo sereno por la orilla/ deshaciendo las horas/ sin temor a morir en ese mar.”
En Amar y callar —como en El mar se llama ahora con tu nombre de Graciela Maturo— el ser amado se identifica con el mar, “pulpo de ojos de seda,/ mar jugador y ardiente,/ mar toro, mar solar”. La poeta argentina de la que la revista IMÁN publicó en su número 8 algunos de sus poemas, clama: “Quiero perderme en ti que eres el mar”, “Me llevaste hacia el mar/ y de tu mano/ entré en el paraíso de la luz/ en el negro centelleo de la felicidad/ y de la muerte”. Escribir El mar se llama ahora con tu nombre es para Maturo cumplir un rito “al recordar el mar que nos ha unido”. Los ojos de la poeta “son dos pájaros insomnes” que sobrevuelan el mar para llegar “hasta un país llamado Siempre.
Yusta descubre como Maturo en “el mar de las tinieblas” que “la humedad oscura del deseo/ acompasa sonidos de mar embravecido” y renace bajo la luz, mientras se llenan sus pies “de sal y espuma”. El mar está presente también en los epígrafes de las tres partes en que se divide Amar y callar. En los epígrafes de José Antonio Labordeta (“Lejos hablaba el mar, la noche”), de Ángel Guinda (“De puerto en puerto voy como un barco en la noche dando tumbos”) y de Miguel Labordeta “Confieso una furtiva confidencia con esos náufragos que aman las estrellas”, con que abre el volumen, Yusta, “lleno de palabra”, se lanza a “navegar contra corriente” y descubre que “El mar lo sabe todo: / te sabe a ti y a mí”. El poeta ama para comprobar como “En las esquinas grises/ encallan nuestras almas en silencio”, almas que “como caracolas/ esperan la pleamar que las libere”.
El autor dedica Amar y callar a Laura. Inevitablemente he pensado en Laura, el gran amor de Petrarca, a la que consagrara las inmortales páginas de su Cancionero, En vida de Laura y En muerte de Laura, poemas que fundan con los 25 sonetos de Dante dedicados a Beatriz en la Vita nuova, la tradición del amor provenzal de vasta influencia en la poesía occidental y que notoriamente asimila Amar y callar, ese amor que —confiesa Petrarca— “me halló del todo desarmado/ y abierto al corazón encontró el paso/ de mis ojos, del llanto puerta y barco”. ¿Feliz coincidencia la de Yusta cuando, a su vez, confiesa: “arribaste en la tarde de mi vida/ al puerto incierto de mis circunstancias/ y echaste el ancla firme/ próxima al muelle de los sentimientos”? ¿Coincidencia azarosa o un mismo amor unido por un sujeto de idéntico nombre —Laura, esa mujer como “imagen de lo posible”, al decir de Novalis— que ambos poetas invocan en su madurez? ¡Chi lo sa!
En la tarde de mi vida”
En los dos poemas finales, cuando probablemente el poeta decide “callarse”, Amar y callar cobra otra dimensión. El poeta vive en “la tarde de su vida”, está jugando el “resto”; confiesa “arribaste en la tarde de mi vida/ al puerto incierto de mis circunstancias” y recibe los regalos que le trae el amor tardío: “sonrisas y miradas claras/ palabras repletas de caricias” para decidir “subir al barco”, izando las velas para navegar con la amada en la “nueva mañana”.
El poeta puede parecer un Fausto reencarnado que intenta salvarse gracias a un amor que lo rejuvenece, aunque sabe que para amar hay que salir de sí, encontrar y crear al otro, y al mismo tiempo dejarse encontrar y crear; lo que supone igualdad y reciprocidad. Lo demás es solo mero deseo de posesión, “en el alma es una pasión de reinar” —como dice La Rochefoucauld del amor—un deseo de posesión que olvida que no hay posesión más completa que la de un ser que ama en forma absoluta.
El ser humano no ama para permanecer en sí. Al amar busca en otra parte qué amar, porque solo, en su soledad, es un ser imperfecto; le hace falta un segundo para ser feliz o—como escribió con sencillez Séneca en su Epístola IX— “Es preciso amar para ser amado”. El amor es un trabajo de verificación continua de sí mismo, es una hipótesis con tentativa de deducción y de verificación, es un suplicio calculado, un fracaso consentido en la medida en que es buscado, un franquear la puerta estrecha del tormento y la angustia.
En un proceso de desmemoria y de autodestrucción que sigue a descubrirse olvidado por todos —“Cuando nadie se acuerde/ de dónde vine o por qué me fui.. Cuando nadie hable ya por mí, ni piense/ llamarme por teléfono/ y preguntar si sigo vivo o muerto”— el poeta Yusta espera que la amada se acerque a golpear “sin reparo” su puerta —“una botella del más caro champán” en la mano— porque solo entonces “puede que esté dispuesto a ser amado.”
Sabe entonces que al mirarse en el espejo del destino, un extraño lo observa y lo interroga “desde el fondo del tiempo y del espacio”. “Yo, nunca le contesto”, nos dice intentando desatar el pensamiento que “intenta descifrar el laberinto” y admitir que aunque “todas las respuestas” lleguen “de repente”, “el tiempo del ayer se esconde en el silencio. “Ya no me reconozco en el pasado,/ me dirijo a la luz”—anuncia alborozado en Amar y callar— aunque pudiera repetirse como el poeta Sully Prudhomme a su prometida: “Tu me perteneces desde el pasado”. Un pasado donde reina el amor cuyo lenguaje Yusta ha recuperado con ese “poquito de exageración” que pedía Machado.
Zaragoza, 29 de octubre, 2013

Amar y callar, Miguel Ángel Yusta, Sabara poesía, 2013


miércoles, 16 de octubre de 2013

TE ESPERÉ, COMO EL TRIGO



Te esperé, como el trigo
paciente espera convertirse en pan.
Ya la tarde ignoraba
el camino de vuelta
y corrían los pájaros
las doradas cortinas del ocaso.
Se acercaba la hora,
ajena a la certeza de tenerte.
Cuando llegó la noche, aún no supe quién eras.
Sólo el silencio pronunció tu nombre.



(c) M.A.Yusta. Amar y callar. 2013

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